La plazoleta que tanto nos unía

La plazoleta tenía naturaleza familiar, un lugar sagrado reservado a los vecinos

Una de las plazoletas clásicas del casco viejo era la plaza de Cepero donde los vecinos formaban un clan.
Una de las plazoletas clásicas del casco viejo era la plaza de Cepero donde los vecinos formaban un clan.
Eduardo de Vicente
23:44 • 18 ene. 2024

Estaban las grandes plazas del centro, con su solemnidad de siglos, con las historias que nos contaban las piedras de sus grandes edificios, de sus iglesias, de sus árboles y de sus fuentes que casi siempre estaban averiadas. En la plaza de San Pedro, en la plaza de la Catedral, en la del Conde Ofalia o en la de la Virgen del Mar, desembocaban como riachuelos los niños de cualquier parte, los que vivían en el barrio y aquellos que llegaban de otras latitudes de la ciudad a compartir los juegos en las interminables tardes del verano. 



Las plazas del centro entraban dentro de los planes de limpieza diarios y cuando no aparecía el barrendero quitando hojas te encontrabas con el jardinero repasando las plantas. Allí tenías la sensación de que estabas en un territorio ajeno, que aquello no te pertenecía, que podías ir a jugar con libertad, pero con la condición de respetar unas reglas que pasaban por no darle balonazos a las flores, por no pisar la hierba, por no subirte a los árboles y por no meter los pies en la fuente para quitarte el rastro de mugre que te dejaba el polvo entre las tiras de las sandalias. 



El contrapunto de las plazas oficiales lo encontrábamos en las plazoletas, que venían a ser las hermanas pobres de aquellas. La plazoleta era un lugar íntimo que formaba parte de tu existencia desde aquella vez que te dejaron salir solo a la calle. Tener una plazoleta cerca de tu casa te daba libertad porque te permitía disfrutar de la calle sin el temor a que te pillara una bicicleta o te atropellara un coche. A pesar de la humildad de aquellas plazoletas de barrio, para muchos de nosotros fueron la primera noticia que tuvimos del paraíso.



Una de las fotografías más antiguas que conservo me lleva a la plazoleta de Campoamor, donde hoy se levanta el mosaico dedicado a San Valentín. En la foto aparezco conduciendo el triciclo de mi casa, el que quince años antes le habían echado los Reyes a mi hermano mayor, y que después fue pasando como una herencia de mano en mano. En ese retrato aparezco con el pijama puesto y despeinado, como si estuviera jugando en el patio de mi casa después de salir de la cama.



En cierto modo, la plazoleta venía a ser ese gran patio que casi ninguno teníamos en el que nos sentíamos como si estuviéramos en familia. La plazoleta tenía acento familiar. Si tu calle era tu patria, tu plazoleta era ese refugio diario con alma de vientre materno en el que te sentías protegido. A veces, cuando los niños revoloteábamos por el barrio matando el tiempo con la pelota y veíamos venir a una pandilla de ‘bárbaros’ de los que de vez en cuando se dejaban caer desde los cerros de La Chanca, salíamos corriendo hacia la plazoleta más cercana, sabiendo que allí éramos invencibles.



Aquellas plazuelas destartaladas, cansadas de la guerra de la vida, con los trancos de piedra desgastados por la erosión de tantas generaciones de niños que se fueron sentando en ellos. Niños que llevaban grabado en la piel el polvo de su plazoleta como el hierro de una ganadería. Niños que como hormigas se adaptaban al color de la tierra de su plazoleta y a los olores que iba destilando. 



Como entonces se vivía con las puertas abiertas, de cada casa salía un perfume familiar que nos identificaba, sobre todo a la hora del almuerzo, cuando el aroma del cocido del vecino se mezclaba con el de las patatas fritas de la vivienda de enfrente, cuando la fragancia del chorizo que alimentaba la olla de lentejas se derramaba por los trancos como una bendición para recordarnos a los niños que había que recogerse, que era la hora de comer.



Las plazoletas olían a comida, a lejía de la ropa, al tabaco de los padres, a aquella primera colonia de hombre del hermano mayor que ya se afeitaba, a barra de regaliz y a chicles Bazoca, a pañales de niño, a perfume de mujer, al brasero de los inviernos, al polvo caliente que se levantaba de la tierra cuando en las tardes de verano las vecinas baldeaban las puertas con cubos de agua. 


La plazuela tenía naturaleza de clan y la gente lo compartía todo como si perteneciera a la misma tribu. Cuando tocaba llorar todos lloraban y cuando llegaban las bodas y las primeras comuniones todos se unían a aquella fiesta colectiva, aunque solo fuera para compartir un humilde bocadillo de chorizo con un vaso de gaseosa. 


Era una vida de puertas abiertas, cuando desde la calle se podían ver las habitaciones de las casas, lo que llamábamos entradas, donde siempre había un retrato en sepia colgado en la pared y una silla aparcada para que se sentaran los viejos. En aquellas plazoletas de la Almería de los años sesenta los abuelos y las abuelas eran todavía una institución.


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