Bienvenidos a la ciudad de Almería

Si entrabas por el camino del cementerio te llevabas una impresión decepcionante

Entrada a Almería por el cementerio, con las piedras que formaban el pretil de la rambla.
Entrada a Almería por el cementerio, con las piedras que formaban el pretil de la rambla. La Voz
Eduardo de Vicente
19:47 • 07 ene. 2024

Nuestros caminos de entrada a la ciudad dejaban impresiones distintas. Si se accedía por el Cañarete, la presencia del mar, con las murallas de la Alcazaba coronando el cerro, llenaban de belleza el paisaje. Pero también se accedía a Almería por la carretera del cementerio, un camino que no dejaba las mismas sensaciones estéticas. Antes de entrar a la ciudad por la Cuesta de los Callejones aparecía la bodega la Cepa, un establecimiento que durante décadas conservó su espíritu de venta de camino donde paraban los carreros, los camioneros, los caminantes que venían de otros pueblos.



Después de aquella parada obligada y tras ascender la Cuesta de los Callejones, aparecía la ciudad mostrando su cara menos amable: primero nos encontrábamos con la desolación del cementerio, con sus nichos asomando detrás de las tapias, junto al cauce seco de la rambla que casi siempre estaba lleno de piedras, matorrales y basura.



Después aparecía el desconcierto de las casas arremolinadas de los barrios marginales del cerro donde nunca faltaba una chabola. Cuando desaparecieron las llamadas cuevas del cementerio, enquistadas junto al lecho de la rambla, surgieron las casas sociales que constituyeron en su día el primer barrio marginal de nueva creación que organizó el Ayuntamiento en colaboración con la Caja de Ahorros. Las primeras casas que se levantaron sobre la Loma del Almendrico, junto a la rambla, fueron chabolas que sirvieron de asentamiento a familias gitanas. Eran pequeños núcleos aislados que aparecieron en una zona que nació con vocación de gueto por la proximidad del cementerio y por el aislamiento con el centro de la ciudad.



Cuando el Ayuntamiento empezó a urbanizar el lugar y a construir las viviendas, se produjo un rechazo generalizado a ocuparlas por el temor de muchas familias a vivir a tan sólo unos metros del campo santo de Almería y bajo la amenaza, mucho más real, de una rambla que cada vez que salía causaba estragos en la ciudad.



Fue en los primeros años setenta cuando se entregaron las llaves de las llamadas 60 viviendas. Los primeros pobladores llegaron forzados por las inundaciones que sufrió la ciudad en 1970, que se cebaron especialmente con las calles más deprimidas del Barrio Alto. Las familias que se quedaron sin casa fueron realojadas en el nuevo barrio que empezaba a surgir a la orilla del cementerio.



Algunos domingos, cuando al atardecer veníamos de Granada en coche y pasábamos junto a la vieja tapia del cementerio, vencida y siempre mal iluminada, entendíamos que ya estábamos en Almería y en esos momentos nos envolvía la sensación de que nuestra querida ciudad se mantenía siempre igual, que ese trozo de carretera, que esas piedras rematadas de pintura blanca que hacían de muro, que aquellos niños medio desnudos que correteaban por los cerros detrás de un perro, eran los mismos que ya veíamos veinte años antes, cuando cruzamos aquellos senderos por primera vez.



Poco a poco íbamos entrando en Almería: veíamos sus luces al fondo, a la izquierda las chimeneas de la Magnesita y a la derecha las casillas donde destacaba el viejo bar de ‘El Andaluz’, una venta de camino que sobrevivió al progreso hasta hace unos años.



Si el camino de entrada era el de la costa, por la Carretera de Málaga, la sensación que se percibía era completamente distinta porque desde allí Almería mostraba lo mejor que podía ofrecer al viajero: su puerto y sus murallas.


Detrás de la última curva del cerro aparecía el alma romántica de la ciudad cayendo sobre el mar con una belleza de acuarela. Si era de noche, las sensaciones se multiplicaban con la Alcazaba iluminada y las pequeñas luces de las barcas brillando como luciérnagas sobre el mar. Merecía la pena atravesar el tortuoso camino hacia Aguadulce y sus peligrosas curvas para poder disfrutar después de aquella estampa incomparable de una Almería que todavía conservaba su aura de pueblo antiguo. Ya se había quedado vieja la carretera que a fuerza de curvas se abría paso entre los acantilados y el cerro; a un lado aparecía el letrero que a la orilla del camino anunciaba ‘Almería’ y abajo, a la derecha, los barcos que arreglaban y fabricaban en los humildes astilleros poco antes de que los calafates empezaran a quedarse sin trabajo.


Aquel camino de entrada nos mostraba un universo que empezaba a ser historia. Al fondo, sobre la gran explanada frente al puerto pesquero, estaba el improvisado campo de fútbol que se inventaron los niños del barrio. Varias generaciones de jóvenes de Pescadería se hicieron futbolistas en aquel anchurón de tierra a los pies de la Nacional 340. Era un estadio pobre que acabaría desapareciendo cuando en 1972 construyeron la lonja del pescado con su fábrica de hielo incorporada.


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