La conciencia que tanto nos pesaba

Llevábamos el bien y el mal escrito en la frente con el pecado y el remordimiento al acecho

Un niño se acerca con descaro a los labios de una niña insinuando un beso. Año 1959. Chalet de Santa Rita.
Un niño se acerca con descaro a los labios de una niña insinuando un beso. Año 1959. Chalet de Santa Rita.
Eduardo de Vicente
19:43 • 12 dic. 2023

La conciencia era el centinela que nos acompañaba cuando nos alejábamos de las faldas de nuestras madres, el ojo que nos miraba y nos juzgaba, un peso que llevábamos siempre encima y que a veces no nos dejaba hacer todo lo que el instinto nos insinuaba. 



En la conciencia se resumían todos los consejos de nuestros padres y los sermones de los curas y se nos aparecía como un fantasma para recordarnos que el mal siempre estaba al acecho. Aquellos que no sentían tanto el peso de la conciencia corrían el riesgo de perderse por los complicados laberintos del vicio y de las malas costumbres. Todos conocimos a un amigo de la calle o a un compañero del colegio que actuaba sin tener en cuenta los consejos familiares,  que se dejaba llevar por sus impulsos ajeno a cualquier responsabilidad.



Cuando uno se liberaba de la conciencia por completo corría el riesgo de colocarse al borde de la ley. Una generación de niños de los primeros años setenta jugábamos a desnudarnos de conciencia cada vez que íbamos a Simago a coger lápices y bolígrafos. Y digo coger porque con ese ejercicio de liberación que practicábamos cuando dejábamos la conciencia en la puerta del supermercado conseguíamos convencernos a nosotros mismos de que llevarse una goma, un saca puntas o un rotulador sin pagar no era un robo, sino un juego arriesgado, propio de los niños.



En el otro lado de la balanza estaban aquellos a los que la conciencia se le derramaba por la boca, los que no podían soportar el remordimiento y acababan dando un paso atrás cuando se encontraban delante de una situación peligrosa. La bondad de un niño de hace cincuenta años se podía medir por el peso que la conciencia ejercía sobre sus actos. Sentir el peso de la conciencia era no disfrutar cuando hacías novillos o zonga como le llamábamos en Almería a la aventura de no ir al colegio. Sí, el hecho de no tener que estar en clase soportando las obligaciones era ya un motivo de fiesta, pero tu conciencia acababa siempre imponiéndose para amargarte la aventura y para llenarte de ese miedo que todos tuvimos alguna vez a que nuestros padres descubrieran que ese día nos habíamos fugado del colegio.



La conciencia se nos aparecía en cada calada que le dábamos al cigarrillo compartido a escondidas para recordarnos que aquello estaba mal hecho, por lo que no llegábamos a disfrutarlo del todo porque cada vez que te ponías el Ducados en la boca estabas pensando en cómo te ibas a quitar después del aliento el rastro que dejaba el tabaco. La conciencia se escondía con nosotros en los portales cuando nos besábamos con la niña de nuestra calle que nos gustaba. Besarse era un placer prohibido, pero nos gustaba tanto que ni el peso de la conciencia podía evitar que al día siguiente volviéramos a reincidir.  La conciencia se nos colaba entre las sábanas en aquellos primeros escarceos solitarios cuando torpemente íbamos descubriendo nuestro cuerpo en ese tránsito imparable hacia la pubertad. Después del placer aparecía siempre la sombra de la conciencia para llenarnos de dudas y con el corazón todavía acelerado nos acordábamos de aquel sacerdote que antes de hacer la Primera Comunión nos había advertido que tocarse era como tentar al diablo y condenarse al infierno.



Había quien tenía mala conciencia cuando se copiaba en un examen y otros que se lo tomaban con tanta naturalidad que presumían de la buena nota que habían sacado gracias a su chuleta. La conciencia nos decía que no nos saltáramos las normas, que no fuéramos a contracorriente y que no viviéramos al borde de la ley y rondando siempre por los arrabales del pecado. 



El pecado era una nube que nos llenaba de sombras la conciencia y la salsa de todo aquello que estaba prohibido. El pecado habitaba en los bajos fondos del alma, en los callejones más oscuros de nuestros pensamientos, en ese cuarto de las ratas que todos llevábamos incorporado donde solo nosotros y nuestra conciencia podíamos entrar.





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