La tienda de la cartilla de Navidad

La tienda de Rafael Fenoy fue una de las más importantes en los años de la posguerra

Interior de la tienda de Rafael Fenoy, con la máquina del aceite, los tarros de caramelos y los jamones colgados.
Interior de la tienda de Rafael Fenoy, con la máquina del aceite, los tarros de caramelos y los jamones colgados.
Eduardo de Vicente
20:45 • 05 dic. 2023

Hay recuerdos que te atrapan y de los que vives cautivo toda la vida, imágenes difusas que se mueven entre tinieblas, pero que nunca se llegan a borrar y te acompañan formando parte de tu historia. Hay recuerdos tan lejanos que cuesta trabajo ponerles una fecha, detalles que te marcaron con cuatro o cinco años y siguen ahí, agazapados hasta que un día se te aparecen si avisar y te revuelven todos los cajones del corazón. 



Uno de esos recuerdos me lleva a las tiendas de Rafael Fenoy y a la de José Ramón, en la calle de la Reina, cuando unas semanas antes de Navidad transformaban sus escaparates con todos los dulces que uno podía imaginar y toda clase de embutidos. Una tarde me quedé colgado de un bote de crema de chocolate antes de que la marca Nocilla apareciera en el mercado. Cuando salía del colegio me pasaba un rato delante del cristal mirando el tarro de chocolate con la mirada con la que un niño contempla un regalo imposible. Desde entonces, la Navidad la asoció con aquella crema que me esperaba todas las tardes detrás del escaparate.



La tienda de Rafael Fenoy era un templo con hermosos escaparates que daban a dos calles. El lugar tenía esa atmósfera de tienda de ultramarinos de otro siglo, con una monumental estantería de madera donde se podían encontrar las latas más exóticas de especias, las primeras cajas de Cola Cao que a finales de los años cuarenta empezaron a llegar a los comercios de la ciudad, las conservas selectas que sólo estaban al alcance del bolsillo de unos pocos. 



La estantería de la tienda de Rafael era un espectáculo para la vista, como también lo era el antiguo mostrador de madera que recorría todo el local de una pared a otra. Sobre el mostrador se alineaban los botes redondos de cristal llenos de caramelos y bombones, las tabletas de chocolate, el molinillo que movido por una manivela molía el café, las cajas de madera donde venían los cargamentos de leche condensada que eran el alimento de los lactantes de la época.



Desde el escaparate principal, que daba a la calle Arráez, los niños de la posguerra soñaban con aquellos caramelos tan lejanos que se encerraban como un tesoro en los recipientes de cristal, y con los suculentos jamones y con las tripas de sobrasada mallorquina que colgando del techo inundaban de un perfume que alimentaba, no sólo la tienda, sino la calle y las casas de los vecinos. 



El escaparate siempre tenía, grabadas en el cristal, las huellas de las caras de los niños que jugaban a comerse con la vista todos aquellos manjares que el bueno de Rafael el tendero exponía al público. 



Cuando llegaba el mes de diciembre, el escaparate se iluminaba para Navidad y se llenaba de los mejores turrones de Alicante, de peladillas, de mazapanes y bollos imposibles, de botellas de licor llenas de sugerentes colores. Cuando pasaba el 31 de diciembre los dueños del negocio transformaban el escaparate, apartando los alimentos y colocando una remesa de juguetes que volvía a llenar de niños soñadores aquella ventana mágica.



En aquellos tiempos de tantas estrecheces Rafael Fenoy puso de moda una cartilla económica para facilitar las compras de las familias. El método consistía en ir dejando en cada compra unos céntimos de la vuelta para ir rellenando con este dinero sobrante una cartilla de ahorro. Muchas mujeres, cuando llegaba el 24 de diciembre, habían completado su cartilla que le daba derecho a realizar una compra completamente gratis.


El establecimiento contaba con un departamento independiente donde se distribuía el petróleo y con una enorme trastienda en la que se guardaba un gran depósito que siempre estaba lleno de aceite. Allí se almacenaba para volcarlo después sobre la máquina del aceite a granel que estaba  debajo del mostrador. La gente llegaba con su botella para que se la llenara de aceite, lo mismo que se llevaba los platos de sus casas cuando iba a comprar atún suelto o las sardinas en aceite que tanto alimentaron las cenas de aquellos días.


La tienda de Rafael Fenoy era un gran bazar donde uno podía encontrar de todo. Vendía velas para los apagones de luz que entonces eran frecuentes; mantequilla al peso, garbanzos en remojo, bacalao en remojo, arenques, toda clase de harinas y productos de mercería. Era muy frecuentada también por los dueños de los coches de caballos de Almería, que iban en busca de la cebada y de las algarrobas para la comida de los animales. 


Rafael Fenoy, su esposa Aurora Sánchez y sus tres hijos formaron parte de la vida de un barrio hasta que a mediados de los setenta, cuando las pequeñas tiendas familiares empezaron a sufrir la competencia de los supermercados, tuvieron que cerrar. Por esa época echó el cierre también la tienda de José Ramón, que estaba enfrente, por lo que mi padre se quedó reinando en esa manzana como tendero mayor del barrio, amparado en esa red de pequeños negocios que sobrevivió bajo el amparo de la marca Spar.


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