Los tenderos y la nueva tecnología

A finales de los años 60 llegó la revolución industrial a las pequeñas tiendas de barrio

Tienda de la calle Antonio Vico. Su dueño, Juanico el del palo, fue uno de los primeros que montó en su mostrador una cortadora de embutidos.
Tienda de la calle Antonio Vico. Su dueño, Juanico el del palo, fue uno de los primeros que montó en su mostrador una cortadora de embutidos.
Eduardo de Vicente
20:09 • 23 nov. 2023

En la tienda de mi padre había una vieja romana con pesas que cuando dejó de utilizarse se quedó anclada en una estantería como una reliquia. Aquel artefacto que había sido el alma del negocio durante tantos años, se quedó anticuado cuando la casa Mobba de la calle Rueda López le ofreció a los tenderos de la ciudad la posibilidad de modernizar sus negocios para adaptarse a los nuevos tiempos, incorporando la moderna maquinaria que había salido al mercado y poder ir pagándola a cómodos plazos.



Fue a finales de los años sesenta cuando la mayoría de las tiendas de barrio dio el salto hacia el futuro. Renovarse o morir, fue el lema de aquellos negocios familiares que pasaron de la inestable balanza de pesas y el lento molinillo manual a las básculas de precisión y a los molinillos eléctricos donde se molía el café en dos minutos. 



También perdieron protagonismo las facas, que era como le llamábamos a los cuchillos con los que se cortaban los embutidos, que quedaron relegadas al jamón y al tocino cuando llegaron aquellas máquinas cortadoras, relucientes como si fueran de plata, con las que los tenderos despachaban en rodajas el salchichón, la mortadela, el jamón de york y el chorizo. 



Las máquinas cortadoras se instalaron como reinas en el mostrador de las tiendas y su presencia le daba caché a los negocios. Recuerdo que en los primeros meses, cuando aún no le habían cogido el truco al aparato, eran frecuentes los accidentes. Llevarse un dedo con la cuchilla era habitual, por lo que más de un tendero de aquella época tuvo que visitar alguna vez el Hospital o la Casa de Socorro para que le cosieran la herida.



Otra revolución que se extendió como una moda en casi todas las tiendas de la ciudad fue la caja registradora. Tener uno de aquellos artilugios era un lujo para los tenderos, acostumbrados como estaban al viejo cajón de madera en el que se iban guardando las monedas. Cuando mi padre puso la caja registradora las clientas le decían “cómo se nota, Miguel, que va bien el negocio”. 



Fue también por ese tiempo, a finales de los años sesenta y comienzos de la nueva década, cuando llegaron los mostradores frigoríficos. Ya no era suficiente con el viejo mostrador de mármol o de madera de toda la vida y con las estanterías históricas donde se exhibía la mercancía. La nueva época exigía un marketing distinto y sobre todo, la necesidad de refrigerar los alimentos perecederos.



Un verano llegó el congelador a las tiendas. Atrás quedaban los tiempos lejanos en los que para poder vender vasos de agua fresca había que ir a comprar las barras de hielo a la fábrica de Pescadería. Los congeladores industriales llegaron de la mano de las  marcas Avidesa y Frigo, que a cambio de llenarte la tienda con sus productos te regalaban aquel mastodonte de color blanco donde lo mismo te podías encontrar un polo de chocolate que una bolsa de merluza congelada o una de guisantes. 



Con el congelador las tiendas de barrio se aseguraron el negocio de los polos y los cortes de helado en verano, compitiendo así con las heladerías convencionales. Los que fuimos hijos de tenderos y nos criamos en el negocio en aquellos años, sabemos muy bien lo difícil que era contenerse teniendo al alcance de la mano un bombón de crocanti, pero como estábamos bien aleccionados y sabíamos lo que costaba ganar una peseta, asumíamos la penitencia con resignación y nos conformábamos con disfrutar de los helados solamente con la vista. 


Eran los años fuertes de las Caseras que en verano se vendían frescas una o dos pesetas más caras. Eran los  años en los que para comprarte una Coca Cola de litro o una botella de cerveza tenías que llevar el casco si no querías que te lo cobraran. Eran años de pequeñas revoluciones, como la que trajo la marca Nocilla, con su crema de chocolate que se vendía en vasos de cristal. Los niños merendábamos bocadillos de Nocilla y las madres se quedaban con los vasos.


Eran los años de las cartillas de los puntos que la cooperativa Spar puso de moda entre sus asociados. Uno de los mayores éxitos que tuvo la nueva cadena de alimentación a la hora de captar clientes, fue la puesta en marcha de aquel sistema de regalos mediante el reparto de puntos. Por cada compra el cliente se llevaba unos sellos que iba pegando en una cartilla; una vez rellena, le daba derecho a pedir un regalo y a participar en el sorteo de grandes premios que en algunos casos llegaron a rozar el millón de pesetas.   


Media Almería coleccionó los famosos puntos y rellenó cartillas durante años para llevarse juegos de toallas, cuberterías, molinillos de café o aparatos de radio, que eran los premios más asequibles. Fueron muy nombradas en la ciudad las dos mil pesetas que ganaron en 1963 dos señoras con los deseados puntos de Spar.



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