Las sirenas que avisaban de las bombas

Dos pitos alertaban a la población: en la fábrica de Oliveros y en el Puerto de Almería

En el puerto existe todavía la torre que se construyó como depósito de agua, donde en la guerra civil estuvo instalada la sirena de alerta.
En el puerto existe todavía la torre que se construyó como depósito de agua, donde en la guerra civil estuvo instalada la sirena de alerta.
Eduardo de Vicente
21:26 • 16 mar. 2023

En septiembre de 1936 la guerra era una realidad imparable. Almería había sido leal a la República y se quedaba aislada como siempre en la esquina del mapa, pegada a Granada que había caído en el llamado bando nacional, a Murcia, donde no había triunfado el Alzamiento, y mirando de reojo a Málaga, que unos meses después caería en manos de los sublevados.



En septiembre de 1936, las autoridades locales ya empezaban a asumir que había que prepararse para una guerra larga y de forma inmediata para una resistencia que podía ser dura. Almería, tan pegada a África, tan importante en el tráfico marítimo del Mediterráneo y a la vez tan desprotegida, podía ser un blanco fácil para los aviones enemigos. Ante esta posibilidad, el 10 de septiembre de 1936, la Comandancia Militar, bajo el mando del comandante José Sicardó, emitió un bando en el que daba instrucciones al vecindario para que supiera lo que se tenía que hacer en caso de un bombardeo aéreo.



Por parte de las autoridades se tomaron las siguientes medidas: Desde esa mima noche del día 10 de septiembre dejaron de encenderse las farolas del alumbrado eléctrico y también las farolas de gas, para no dar pistas a los aparatos enemigos. Se invitó a la población a reducir al mínimo el alumbrado de las casas, por lo que la ciudad, cuando llegaba la noche, se transformaba en un espectro.



Para que el posible ataque no cogiera desprevenidos a los almerienses, desde el Gobierno Civil y la Comandancia Militar se dio la orden de habilitar dos sirenas con la suficiente potencia para que sus sonidos fueran escuchados hasta en los cortijos más apartados de la vega. La presencia de aparatos enemigos se daría a conocer al vecindario por tres pitadas prolongadas de las sirenas establecidas en la fábrica de Oliveros, al otro lado del muro de la Rambla, y en la torre del depósito del agua que la Junta de Obras del Puerto tenía en la zona del muelle.



Se le comunicó a los vecinos que tan pronto escucharan las señales de alarma, las tres pitadas establecidas, se dirigieran a los refugios más cercanos a sus domicilios o al sitio donde se encontraran en esos momentos, si es que estaban en la calle. A todos los propietarios de viviendas que contaran con una planta sótano se les obligó a tener disponibles esas dependencias y a que los portales estuvieran abiertos tanto de día como de noche para poder albegar a los vecinos que lo necesitaran. Si el ataque se producía durante la noche, la señal de que la alarma había cesado se daría a conocer encendiendo el alumbrado público de la ciudad. 



La necesidad de contar con una red de refugios, construida con las máximas medidas de seguridad, estuvo presente en la mente de las autoridades desde que estalló la guerra, pero  ante la imposibilidad de contar con esa gran obra en poco tiempo, se optó en los primeros meses por improvisar los refugios en una serie de edificios que por sus características se consideraban seguros.



Los refugios se establecieron en los Almacenes de repuestos Ford, en el Paseo; en el Casino, que era la sede del Comité Central; en el Circulo Mercantil; en la Escuela de Artes de la calle Javier Sanz; en la Plaza de Toros; en la iglesia de los Franciscanos; en el almacén de harinas de la viuda de Pedro Alemán, de la Puerta de Purchena; En el chalet de los Romero, en la playa de Villa García; en el antiguo Hospital de Sangre del Parque; en la mina de Juan Panza, entre la calle de la Reina y la de Almanzor; en los Almacenes del Río de la Plata; en el viejo edificio del Seminario, que en aquellos días había sido reconvertido en Casa del Pueblo; en los sótanos del Café Colón, que tenían la entrada por la calle del Conde Ofalia; en el almacén de Tejidos Plaza, debajo del Hotel Inglés; en el almacén de Casa Benavente, en la esquina de la calle Hernán Cortés con la calle de las Tiendas; en el almacén de harinas de Góngora y Roche, en la calle de Granada, y en los sótanos del Mercado Central, donde estaba instalada la alhóndiga. 



Se acordó también que la torre de la Catedral, una construcción fuerte, protegida por sus piedras centenarias, tuviera la puerta abierta de manera permanente para poder recibir a la vecindad cuando se escuchara el sonido de las sirenas.



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