Las cinco reinas de la cocina almeriense de los pueblos

No tienen estrellas Michelín ni falta que les hace; han dado felicidad a miles de domingueros

Araceli Nieto la Kika, Amalia Lirola Rubio, Enriqueta García, María Ramos Lao y Adelina Cervantes.
Araceli Nieto la Kika, Amalia Lirola Rubio, Enriqueta García, María Ramos Lao y Adelina Cervantes.
Manuel León
20:43 • 26 nov. 2022

No están todas las que son, pero sí son todas las que están. Las manos de este repóquer de mujeres ya marchitas han dado de comer a miles de almerienses y forasteros; manos que pelaban ajos y cortaban patatas, que cuidaban del crepitar de los pucheros al fuego como una madre vela una cuna; mujeres siempre con el mandil, como un sudario puesto en vida del que nunca se despojaban; mujeres sin vacaciones, sin días de playa ni montaña, sin derecho al pataleo; mujeres que se fueron arrugando con el vapor de los guisos, entre el aroma a perejil; mujeres que trinchaban la carne o limpiaban el pescado con la ilusión de ver a sus hijos crecer, estudiar, para que  fueran mejores que ellas; mujeres que fueron niñas y que se hicieron ancianas en la cocina, viendo la vida por la ventana, oyendo el bullicio de los clientes en el comedor, de familias que llegaban los domingos de punta en blanco a disfrutar de un plato de cuchara que ellas ungían en la lumbre, de unas migas, de unas natillas o de uno de aquellos pijamas de antes; sobremesas dominicales de comer fuera para que la señora de la casa se evadiera por un día de guisar y fregar; familias que descorrían la cortinilla del restaurante para despedirse de la cocinera, de la artista anónima semioculta entre  las ascuas y entre montañas de platos y cubiertos esperando el estropajo; mujeres que no sabían lo que es el 25N y el único color morado que conocían era el de las bolsas de los ojos.



Ahora que son los hombres los que se llevan los honores como científicos de ollas y sartenes, que acaparan las estrellas Michelín, los soles de Repsol y todos los entorchados culinarios habidos y por haber, habría que reivindicar el rol de estas mujeres silenciosas, sin adornos ni afeites, sin tortillas deconstruidas ni gastronomía molecular, como sabias comadronas de los buenos alimentos, con la terquedad de haber conservado las esencias: el aceite, la patata, la berza, sin  disfraces, dando felicidad con sus pucheros y estofados. No hay mayor desigualdad en nuestra Almería que la cocina, en la que son ellos los que brillan, los que hacen caja, los influencers de los espectáculos culinarios, mientras ellas son las pinches, olvidando lo que decía  el escritor francés Escoffier: “Los hombres cocinan bien para un cátering,  pero no para su familia”. El dato no engaña: solo el 8% de las estrellas Michelín se conceden a restaurantes dirigidos por mujeres. Estas  son  cinco semblanzas de cocineras almerienses que envejecieron haciendo cada día el milagro de los panes y los peces: 



1. “Cuando uno llegaba a la Fonda de Dalías se encontraba en la cocina con una anciana venerable de cabeza blanca llamada Amalia, una maestresala de los sabores honrados entre borbotones. Ella era Amalia Lirola Rubio y simbolizó como nadie eso que se ha dado en llamar la historia silenciada (o silenciosa) de las mujeres. Nació en 1930 en un cortijo de aparcero que gobernaba su padre Pepe el Lunaro. Aprendió a vendimiar y a emporronar la uva y después fue a aprender costura en el taller de las Vallecillas. Hasta que se casó con Antonio Ruiz y abrieron la popular fonda daliense en el antiguo caserón del médico don José Fornieles. Inauguró un comedor que se convirtió en el primer self service de la provincia: “Usted repita las veces que quiera, que le voy a cobrar lo mismo”. Paraban viajantes, ministros como Barrionuevo, floklóricas como Lola Flores o Betty Missiego, que disfrutaban de sus potajes, de su arroz con caracoles, de sus boniatos endulzados, hasta que falleció hace unos meses, siguiendo la fonda en manos de sus hijas y nietas”.



2.  “Araceli, solo era Araceli en su carné de identidad, para el mundo era la Kika de El Alquián: la cocinera de una acérrima parroquia que acudía a la playa de Manolo del Aguila a venerar los platos de esta faraona de los fogones. Nació Araceli Nieto Alonso en 1932, hija de un segador del Cabo de Gata y en la misma  casa donde nació, abrió su restaurante, una vieja taberna con manteles de hule y pefume a hinojos, donde almorzó gente como el superjuez Garzón, el ciclista Perico Delgado o el humorista Bigote Arrocet; gente que, como media Almería, disfrutó de sus calamares en aceite, sus salmonetes plateados, sus jibias en salsa. La Kika abandonó este mundo hace dos años, pero  su templo alquianero lo continúa su hijo Gabriel”.



3. Casa Adelina es uno de esos mesones legendarios del Levante almeriense. Allí en Turre, reinó durante décadas Adelina Cervantes con sus sabores cocinados en  recipientes de arcilla, con sus pelotas y sus gurullos, con sus célebres caracoles, con su delantal perenne y sus platos celebrados en Tripadvisor. Se fue cansando Adelina y se retiró a su cuartel de invierno, dejando el negocio en manos de sus hijos que lo continúan con las mismas recetas de la madre escritas en una libreta.



4.María Ramos Lao es la María de Abrucena, la fundadora de un restaurante de pueblo que conoce media provincia. Ha estado 35 años cocinando manitas de cerdo, carrillada, choto frito, trigo con hinojos para domingueros ávidos de respirar aire puro. Empezó hace 35 años en su propia casa, en una terraza soleada festoneada de macetas, sirviendo sencilla comida familiar que aprendió de su abuela María como ella, viéndola azuzar la lumbre sentada en una silla de anea.  Se ha retirado María, pero ha dejado el negocio en las buenas manos de su empleada Cristina, que sigue con el bar, que es una institución allí, aunque se coma en manteles de papel, sin finuras, sin damascos, sin cocineros criados en Versalles”.



5.  “Y está Enriqueta García Barón, un oasis en la cumbre de Huebro, donde almidona con aceite de oliva las mejores papas fritas con huevos de la provincia. Enriqueta no tiene carta de presentación en ese reino de la pureza alimentaria, que empezó siendo un kiosquillo de  vino y aguardiente  para los mineros del plomo. Después cerraron las minas y Enriqueta siguió adelante cocinando gloria bendita para el que se atreva a subir por ese camino endiablado hasta llegar a esa umbría nijareña de casas encaladas, donde aún se ven huertos de habas y acelgas, donde corre el agua cristalina  por acequias del tiempo de los moros hasta el manantial de La Zanja. Allí, entre pimientos madurando al sol en la fachada, está Enriqueta y su hija Rosario, con su sartén acrisolada, siempre dispuesta a quitar el hambre con las cosas más sencillas”.





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