El desamparo de una ciudad olvidada

Los almerienses de hace un siglo se sentían como si de verdad vivieran en el ‘culo‘ del mundo

Una vista de la ciudad desde el Cerro de San Cristóbal a finales de los años veinte. El mar y la vega le daban un aspecto bucólico a Almería.
Una vista de la ciudad desde el Cerro de San Cristóbal a finales de los años veinte. El mar y la vega le daban un aspecto bucólico a Almería.
Eduardo de Vicente
09:00 • 09 nov. 2022

Las miradas de los dirigentes almerienses se centraban entonces en Madrid, donde se tomaban las decisiones importantes, de donde tenía que venir el dinero para sacarnos de ese aislamiento que no terminaba de solucionarse y les dejaba esa sensación de que vivíamos, de verdad, en el culo del mundo.



Las partidas de dinero llegaban siempre tarde y cuando se iniciaba una gran obra lo normal era que se estancara por el retraso en los pagos. Habíamos empezado la nueva década ilusionados con las obras de la nueva cárcel provincial, con la terminación de las obras del segundo pabellón del Cuartel de la Misericordia y con la última fase, por fin, de los trabajos en el nuevo Matadero que se había levantado en el barrio de las Peñicas de Clemente.



La nueva prisión era una necesidad imperiosa en aquel tiempo. La cárcel de la calle Real era un lugar insalubre y además ofrecía pocas medidas de seguridad. Las fugas de presos eran continuas y la prensa de la época relataba con frecuencia escenas dantescas de presos trepando por las azoteas y corriendo por las calles del centro de la ciudad perseguidos por la Guardia Civil. 



Las quejas de los vecinos eran constantes y la necesidad de una nueva prisión golpeaba cada vez con más fuerza la conciencia de las autoridades, de tal forma que hasta el Obispo, Bernardo Martínez Noval, tomó partido para que se reanudaran las obras que habían quedado abandonadas  junto a la popular barriada de Gachas Colorás.



La construcción del segundo pabellón del cuartel era otra vieja aspiración que la ciudad estaba esperando para que el contingente militar fuera más numeroso y diera vida y seguridad a los almerienses. Los soldados del Regimiento de la Corona habían combatido como héroes en África y para ratificar su comportamiento y plasmar la importancia estratégica que la ciudad tenía en el contexto militar, en el otoño de 1922 nos visitó el Rey. Alfonso XIII quiso felicitar en persona a los militares del Regimiento de La Corona y el lunes 18 de diciembre llegó a Almería para imponerle a la bandera la medalla militar.



El Matadero fue otra batalla interminable que se prolongó durante tres años. En mayo de 1921, aparecía un artículo en la prensa local denunciando la situación: “Llevamos cerca de dos años que se terminó el Matadero, sin lograr que se utilicen sus servicios”. El problema era el permiso que tenía que conceder la Compañía del Sur para que la empresa Lebón pasara por allí su línea eléctrica. Por fin, en ese mismo verano, el Matadero empezó a funcionar con regularidad.



Esa sensación de desprotección que sentían los almerienses se resumía en dos palabras: desamparo e injusticia. En el mes de noviembre de 1922 la prensa denunciaba los abusos que estaban ocurriendo con el transporte de mercancías que llegaba de Cataluña. Desde el puerto de Barcelona venían unas diez mil toneladas de mercancías  cada año. La mitad, aproximadamente, se quedaba aquí y las otras cinco mil toneladas se reexpedían a Granada por ferrocarril. Los responsables del transporte de Barcelona cobraban a distinto precio la tonelada que se quedaba en Almería y la que seguía hasta Granada. Cada tonelada pagaba ochenta y cinco pesetas si era para Almería y cuarenta y cuatro si era para Granada, lo que desató las lógicas protestas de los comerciantes almerienses y acentuó ese sentimiento colectivo de frustración y de olvido del pueblo almeriense.



Hace un siglo la uva seguía siendo la principal fuente de ingresos para la economía local junto a la minería. También teníamos un peso importante en la importación de esparto, una industria que no dejaba de generar problemas sociales debido a los escasos jornales que recibían los obreros después de intensos días de trabajo en el campo. Aquel otoño de 1922 comenzó con una huelga de los obreros esparteros, que pedían que se dignificaran sus condiciones laborales. 


Mientras los jornaleros batallaban por sus derechos, la vida de la ciudad seguía su curso perezoso en los veladores del Café Colón y en las mesas del Suizo, donde la burguesía desayunaba a base de taza de chocolate y bollo con manteca al precio de sesenta céntimos.



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