El centinela de las tardes de la Plaza

José Rumí se mantiene firme en su puesto, aguantando como un héroe la soledad de las tardes

el puesto de  José Rumí y de María Morales, es uno de los pocos que abren por las tardes en el Mercado Central.
el puesto de José Rumí y de María Morales, es uno de los pocos que abren por las tardes en el Mercado Central. La Voz
Eduardo de Vicente
07:00 • 01 nov. 2020

Es como aquellos centinelas de las películas que no abandonaban su garita aunque las balas del enemigo le estuvieran rozando la frente. José Rumí se mantiene firme en su puesto, aguantando como un héroe la soledad de las tardes en la Plaza, arropado siempre por la presencia de María Morales, su mujer, una trabajadora incansable, hija de Paco Morales, uno los míticos cocineros que hicieron carrera en los buenos tiempos del restaurante Imperial. 



Desde que el Ayuntamiento puso en marcha la iniciativa de abrir las puertas del Mercado Central por las tardes, pensando que sería un elemento dinamizador de la vida del centro de la ciudad, José Rumí no ha faltado nunca a la cita, sabiendo que no se iba a hacer rico, sabiendo que tendría que convivir con el aburrimiento y con ese terrible adversario que para un comerciante es siempre la soledad.



Es duro pasar del ajetreo de las mañanas en un puesto de la Plaza, a los silencios de las tardes, sobre todo ahora que oscurece a las seis y que el miedo al Covid vuelve a golpear con fuerza. “Siempre tienes algún cliente al que se le olvida algo o que no ha podido comprar por la mañana, que te agradece que estés abierto. No se hace una venta para poder vivir, pero ayuda”, comenta el propietario. 



Su barraca ocupa el centro del recinto y es una referencia obligada de todos los que buscan embutidos y salazones de calidad. Las bandejas de morcillas y las tripas de sobrada mallorquina te saltan a los ojos desde el frigorífico, y resulta difícil resistirse a la tentación y no saltarse las recomendaciones del médico de cabecera. Hace treinta años, cuando él llegó a la Plaza, se vendía más de todo, porque no había tanta información sobre el colesterol y los triglicéridos como ahora y se compraba y se comía con menos miedo. “Sobre todo, se vendían muchos más salazones. Recuerdo que teníamos tres tinas redondas de arenques siempre abiertas y ahora nos sobra con una”, comenta.



Los arenques tenían mucho éxito en Almería cuando llovía y antes de ponerlos en la mesa se aplastaban contra las puertas envueltos en papel de estraza. Formaban parte del ritual de las migas, junto a los rábanos y el tocino, una tradición que se va apagando, tal vez porque cada vez llueve menos “Todavía se mantiene esa tradición de los arenques y las migas. Vendemos muchos más arenques solo con que esté nublado”, reconoce el tendero.



La vida de José Rumí transcurre en su puesto del Mercado. A las siete de la mañana ya empieza el trasiego para preparar el puesto y hasta las cuatro de la tarde no se sienta a comer. Transita por el fino alambre del tiempo justo: el último bocado, la cabezada en el sofá con la televisión de fondo, siempre corriendo para estar en su puesto a las cinco y completar otra jornada de trabajo. Así un día tras otro, esperando la recompensa del sábado por la tarde y del día de fiesta y mirando de reojo el almanaque, contando los días que le faltan para colgar el mandil.



Son muchos años de trabajo, tantos como para regalar días cotizados cuando le llegue el momento de la jubilación. En la Plaza lleva desde 1992, pero su andadura laboral había comenzado siendo un niño, cuando tenía catorce años y entró de aprendiz en la zapatería que el empresario Juan Rico Góngora tenía en la Plaza de San Sebastián. 



En aquellos tiempos, allá por el año 1972, aquel era un escenario de comercios históricos: la ferretería La Cadena, la tienda de los colchones, la sastrería de Molina, los calzados El Misterio. “Había muchos negocios y todo el mundo vivía porque no existía la competencia de los supermercados. Nosotros, en la zapatería, teníamos clientes de toda la vida, muchos venían de los pueblos siguiendo una tradición”.


Fueron veinte años de empleado en la zapatería, hasta que tuvo que cambiar de oficio porque cambiaban los tiempos y había que sobrevivir. Después vino la novia, la boda y una nueva aventura laboral en una barraca del Mercado Central a la que está ligado de por vida. Son tantas horas en el puesto, son tantos días, son tantos años, que quién sabe si cuando le llegue ese ansiado día de sentarse a descansar no eche de meno


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