La Garrucha del almirante Billón

Se dedicó al pósito de pescadores a los náufragos pero sobre todo a retratar al pueblo marinero

José González Billón junto a imágenes de Garrucha tomadas por él entre 1903 y 1906
José González Billón junto a imágenes de Garrucha tomadas por él entre 1903 y 1906
Manuel León
07:00 • 02 ago. 2020

Un día de hace unos años, el artista cántabro Raúl Hevia husmeaba como de costumbre  por el viejo rastro de Gijón. Era una mañana de canícula y el autor deambulaba sudoroso entre los puestos ambulantes, entre baúles y cachivaches de esos que menudean en todos los baratillos del mundo: viejas lámparas de aceite, jarroncitos chinos, bargueños deteriorados, papeles amarillos… hasta que olfateó una decrépita caja de zapatos cerrada con una goma. -“¿Puedo abrirla?”. -“Puede”. 



Y lo que albergaba dentro ese cofre de cartón, como en un viejo  galeón hundido en el océano, era un tesoro enterrado durante una eternidad. Allí había una colección de más de 200 negativos de cristal a la gelatina en varios tamaños. Llegó a un trato con el buhonero y con paciencia mineral los fue revelando hasta descubrir un mundo insólito, desvanecido desde muchas décadas atrás, unas imágenes arcaicas pertenecientes a un paisaje a más de mil kilómetros de distancia de ese rastro asturiano. 



En esas estampas de otro tiempo recién resucitadas palpitaba la meridional Garrucha -aunque él no lo supiera aún- la mar del Levante almeriense, como era hace más de un siglo; allí estaban, atrapados en destellos, los balandros de entonces, la arena mojada de entonces, las calles de entonces; allí estaban, suspendidos en el tiempo, chispazos de pescadores descalzos tirando del copo, ráfagas de mujeres paseando con sombrilla por la playa, el contorno de un albéitar calzando la herradura de una mula. 



Investigó sin desmayo, Hevia, hasta dar con la identidad del autor de esos disparos de haluro de plata, teniendo como referencia un albarán en el fondo de la caja a nombre de un tal ‘J.González Billón’. Nunca se supo cómo había llegado ese archivo de vidrios a la guarida del remoto mercadillo gijonés, pero sí quién era el artífice de esa colección de deliciosas imágenes costumbristas datadas entre el año 1903 y 1906.



José González Billón fue un marino de la Armada nacido en Mallorca en 1862 que alcanzó el grado de contralmirante y que recorrió distintos puertos de España como comandante de marina. Fue un gran aficionado autodidacta a la pintura y a la fotografía que utilizaba como boceto para sus composiciones al óleo. Hizo la Instrucción en El Ferrol como guardiamarina y después de tres años en Filipinas, regresó a la península.



 Se casó con Carolina Bans Mañés, hija de Antonio Bans Mejías, jefe de Aduana de Almería, y fue destinado como ayudante de Marina, con rango de alférez de navío, a Garrucha en 1903. En esa misma rada estaba también como Vista Aduanas su cuñado Antonio Bans, una de cuyas hijas, María, se casó con el cuevano Francisco Soler y Soler, uno de los más ricos propietarios del distrito minero de Almagrera. Una tarde de enero de 1903, llegó Billón y su familia en una diligencia cargada de baúles a una fría casa del Malecón batida por el viento de levante. Allí organizó su nuevo hogar, allí nació su hijo Raimundo y allí atendió a sus funciones como jefe marítimo  y como presidente de la delegación local de la Sociedad de Salvamento de Náufragos. 



Su pericia como marino y su conocimiento del idioma inglés fueron cruciales para salvar a la tripulación de un buque de bandera británica, el Putney Bridge, que había encallado cerca de la costa una noche de fuerte de oleaje. Puso también Billón la semilla de lo que luego fue el Pósito de Pescadores de Garrucha, constituido en 1920 por Joaquín Escobar, y promovió la reserva de espacio para un cementerio inglés para náufragos extranjeros a quienes el sacerdote no autorizaba a que fueran inhumados en el camposanto católico. 



Billón, en la casa que alquiló frente a la Caseta de Sanidad, habilitó un estudio para pintar al óleo donde instaló el caballete, las paletas y un cuarto para el revelado de las fotografías que tomaba con su cámara Kodak. Allí invitaba de vez en cuando a tomar el té  a su cuñado Bans, a José Bueno y Cordero, profesor y editor del periódico local El Eco de Levante y al resto de sus nuevos amigos garrucheros. Se sentía tan a gusto, que al año de su estancia en esa playa no dudó en solicitar una prórroga de destino. 


En el tiempo libre que le dejaban sus tareas de despacho, Billón se armaba con su cámara como si fuera una carabina y se dedicaba a retratar el ambiente de los marineros varando las barcas sobre la arena, cuando aún no existía el muelle refugio. Su cámara atrapaba instantes de ese tiempo frecuentando por calafates fumando con la pipa en los labios y dando estopa y masilla a la cubierta, por mujeres que se bañaban en la orilla con enorme faldas y enaguas, por porteadores de sacos de harina y carbón que desembarcaban de los faluchos, por alguaciles vigilantes de las operaciones. 


También aparecen sus hijos retratados en la azotea con el mar azul a la espalda, las banderas de los viceconsulados ondeando al viento, la chimenea de la fundición San Jacinto, la marquesa del Almanzora rodeada de niños y de su protegido El Amargosa, los palos del embarcadero de la Compañía de Águilas sobre el escorial. Y también hombres arreglando los palangres del atún, cobertizos de gallinas y melones en el mercado, pastores con rebaños de cabras de ubres prietas cuya leche fresca ordeñaban al instante frente a las casas de los señoritos y niños con gorra como hombres prematuros jugando a los naipes en los descampados.


El marino consiguió hacer con todo ese cañamazo de imágenes emulsionadas un retablo de la  Garrucha de nuestros antepasados, un verdadero patrimonio etnográfico resucitado del lecho de la historia gracias al olfato de sabueso de un artista santanderino. 


Billón tuvo que abandonar Garrucha y pasó a otros destinos en Cartagena, San Fernando y La Habana. Los últimos años de su vida, hasta que cerró los ojos en 1946, los pasó en Madrid haciendo copias de obras del Museo del Prado, leyendo el ABC, acordándose de aquellos días perfumados de salitre cuando detenía el tiempo con su cámara entre aquellas gentes de Garrucha.



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