El convite del día del cumpleaños

Celebrar los cumpleaños fue un pequeño lujo para las familias de la clase media

La familia Algarra Sánchez, del barrio del convento de las Adoratrices, celebrando un cumpleaños a comienzos de los años setenta.
La familia Algarra Sánchez, del barrio del convento de las Adoratrices, celebrando un cumpleaños a comienzos de los años setenta.
Eduardo de Vicente
01:26 • 17 oct. 2019 / actualizado a las 07:00 • 17 oct. 2019

En mi calle había una familia que tenía por costumbre celebrar todos los cumpleaños a lo grande, en una época, a finales de los años sesenta, en la que una tarta o una bandeja de pasteles era un lujo que no estaba al alcance de todos los vecinos.



Cuando olíamos la celebración de un cumpleaños, los niños nos dedicábamos a rondar por la puerta donde se estaba organizando la fiesta por si acaso se escapaba algo. Casi todas aquellas celebraciones transcurrían en la intimidad, de puertas adentro porque a nadie le sobraba el dinero como para compartir una caja de pasteles. 



Cuando veíamos aparecer por la esquina de la calle al muchacho de la confitería con el paquete en la mano, lo perseguíamos como penitentes para descubrir donde se celebraba la fiesta.



Fue a partir de los años sesenta cuando este pequeño lujo empezó a generalizarse y las tartas por encargo, las tazas de chocolate y la canción del cumpleaños feliz llegaron a la mayoría de los hogares. Como abundaban las familias numerosas, los cumpleaños se limitaban al ámbito más cercano y los invitados no pasaban de ser los hermanos y los primos del homenajeado, lo que nos obligaba a los otros niños, a los amigos, a esperar en la puerta el milagro de un pastel postrero o de esa porción de tarta que empezaba a ser pasto de las moscas cuando los comensales ya estaban al borde del empacho.



No recuerdo haber cantado nunca el cumpleaños feliz en el colegio, tal vez porque en aquella época estábamos más habituados a los santos, que al menos en mi familia, eran los días más importantes del calendario. 



El santo más celebrado era entonces el del día de San José porque era difícil encontrar una familia donde no hubiera un Pepe. Unos años después se generalizó festejar también el día del padre, pero fue más un invento comercial que vino de la mano de los anuncios de la televisión.



En día de San José estaba marcado con color rojo en el calendario y para los niños era como un anticipo de las vacaciones de Semana Santa que estaban a la vuelta de la esquina. En mi barrio, ese día celebrábamos el santo del patrón de nuestro colegio y en la víspera lo festejábamos a lo grande



Don Rafael López Lafuente, que era el director, nos regalaba una sesión de cine en un día de diario, todo un acontecimiento. Recuerdo que en medio de tanta felicidad por no tener clase, sentía una sensación extraña cuando los niños del colegio, cogidos de la mano, caminábamos por las calles de la ciudad a esa hora de la mañana en la que no estábamos acostumbrados a estar fuera del aula. La gente nos miraba con extrañeza y nosotros también nos sentíamos extraños entrando al cine a las diez de la mañana, bien peinados y vestidos de domingo. Salir a la calle en horas de colegio era como penetrar en un mundo de adultos que no nos pertenecía y cuando pasábamos por nuestras calles íbamos saludando a nuestros vecinos como si hiciera mucho tiempo que no los habubiéramos visto. 


Allí íbamos los colegiales, agarrados de la mano, bajo la tutela de los maestros que iban ordenando las filas, siempre preocupados porque nadie se saliera del rebaño y porque camináramos en silencio para que todo el mundo pudiera comprobar que los alumnos del colegio de San José estaban bien educados, como correspondía a un colegio de pago.


En los años setenta los cumpleaños empezaron a competir, mano a mano, con los santos y en casi todos los hogares de clase media se puso de moda la tarta, la vela y la canción. Fueron años dorados para los confiteros en una época donde todavía no nos había invadido la bollería industrial. En la calle de Mariana existió una pastelería, la de don Ángel, que llevó las tartas de cumpleaños a media ciudad. Tenía un equipo de especialistas en el obrador y otro de repartidores que llevaban los encargos a los domicilios. Las madres preparaban una gran mesa que se llenaba de niños con las frentes anchas, los  flequillos rectos y las caras manchadas de merengue, luciendo aquellas camisas recién lavadas que había que llevar bien abrochadas, hasta el último botón, hasta que nos apretara el cuello. A la hora prevista llegaba el muchacho del reparto con la caja de madera donde iba encerrado el tesoro. Qué gran acontecimiento era presenciar esos instantes en los que una madre iba partiendo las porciones y colocándolas en los platos. 


Todavía hoy, cuando paso por el escaparate de una confitería, me salta a la memoria el sabor inconfundible de aquellas primeras tartas compartidas de la infancia.


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