‘Pez Gabriel’, por Evaristo Martínez

`Tiene en los ojos girasoles, un lomo de colores y unas aletas inquietas en las que caben un millón de deseos`

Uno de los dibujos para Gabriel que bucean por la red.
Uno de los dibujos para Gabriel que bucean por la red. La Voz
Evaristo Martínez
01:00 • 14 mar. 2018

Cuando los biólogos marinos del futuro que hoy surcan las calles en patinete estudien todas las especies que habitan en las profundidades de la tierra, sabrán que hay un pez que no aparece en los libros pero que es perfectamente reconocible por cualquier persona de corazón noble. Tiene en los ojos girasoles, una franja azul que le recorre las branquias -como si llevara anudada una de esas bufandas abriguitas que tejen las abuelas-, un lomo plagado de escamas de colores -tantas, que es imposible saber dónde empiezan unas y acaban otras- y unas aletas inquietas en las que caben un millón de buenos deseos. Es el pez Gabriel, un ejemplar único de los mares de Almería pero que tiene la virtud de hacerse universal y aparecer saltando en cualquier océano del globo, y posiblemente en los océanos de los planetas inexplorados que un día descubriremos. Pero si algo caracteriza al pez Gabriel es su sonrisa, limpia y luminosa como el cielo del verano.




Si la figura del halcón maltés, pequeña pero pesada, tenía el corazón del material con que se forjan los sueños, el pez Gabriel es gigante -en él podrían subirse todos los niños del mundo, y aún sobraría espacio-, ligero -es capaz de viajar desde el Paseo Marítimo de El Zapillo hasta la Gran Muralla China, pasando por los rascacielos de Nueva York, más rápido que el tuit más veloz- y lleva por alma un peluche tejido con la fe de una madre y de un padre.




Cuando Patricia pidió que dibujáramos ‘pescaítos’ por su hijo, el niño que soñaba con ser biólogo marino, estaba creando sin querer, posiblemente sin saber, un precioso movimiento solidario. Como las manos blancas y los lazos negros, los peces por Gabriel (mejor dicho, los peces de Gabriel, porque a él le pertenecen, todos y cada uno) son ya el símbolo del duelo compartido de un país.




Un símbolo del dolor, pero también del amor. Entre las lecciones de luz que los padres de Gabriel nos han dado en estos días grises, una de las más valiosas es haber hablado, sin sonrojos, de lo mucho que han querido a su hijo. A veces olvidamos que los niños de ocho años siguen siendo niños, y que necesitan que bailemos con ellos aunque no haya música, que riamos a carcajadas aunque nos miren mal, que juguemos tirados en el suelo en las mañanas de domingo y que nos durmamos abrazados. Secretos para la felicidad que el pez Gabriel se lleva en la mochila para su travesía infinita.




 







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