La Voz de Almeria

Tal como éramos

Las gafas que tanto te marcaban

Que te pusieran gafas de niño era un estigma que tenías que aprender a soportar

El niño Rafael Amat con aquellas gafas peculiares de los años 70 que en la escuela te daban cierto aire de empollón pero que en la calle podían llegar a ser un estigma.

El niño Rafael Amat con aquellas gafas peculiares de los años 70 que en la escuela te daban cierto aire de empollón pero que en la calle podían llegar a ser un estigma.

Eduardo de Vicente
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Hubo un tiempo en el que llevar gafas te cambiaba la vida, al menos mientras te ibas acostumbrando a la nueva realidad. Que te pusieran gafas de niño era un estigma que tenías que aprender a soportar. Las gafas te diferenciaban de los compañeros de clase que no las llevaban y de los amigos del barrio que tenían vista de conejos. Llevar gafas te hacía más vulnerable ante la mirada del resto del grupo. Teníamos la sensación de que con las gafas uno era de porcelana, intocable, y no podía participar con absoluta libertad en aquellos juegos intensos que a veces rozaban la violencia.

A la hora de jugar al fútbol era impensable que el que tenía gafas se pusiera en el puesto de portero y solo lo hacía cuando se desprendía de las lentes y las dejaba aparcadas junto a las piedras del poste. Con gafas no podías participar en una trifulca callejera, aunque las lentes imponían cierto respeto al enemigo cuando era costumbre escuchar: “No le vayas a pegar a ese, ¿no ves que lleva gafas?”.

Como la crueldad estaba a la orden del día y era una condición innata de los niños, sobre todo cuando actuaban en pandilla, esa debilidad aparente del que llevaba gafas a veces lo convertía en blanco de las ofensas. Cuántas veces escuchamos pronunciar la frase de “gafitas cuatro ojos” para dirigirse despectivamente a la víctima. Que te llamaran “cuatro ojos” era un golpe bajo difícil de digerir, lo mismo que le ocurría a los niños sobrados de peso cuando se le cruzaba en su camino un gracioso que le cambiaba el nombre por el adjetivo de “gordo”.

Los niños de antes teníamos muy presentes en nuestro imaginario infantil la figura de Rompetechos, aquel personaje de los tebeos que andaba siempre metiéndose en líos por su falta de vista, y pensábamos que los que llevaban gafas eran diferentes. La realidad nos demostraba después que no era así, que el de las gafas podía ser el mejor jugando al fútbol y el más intrépido a la hora de acometer una aventura.

Creíamos también que las gafas eran un objeto característico de los empollones. Cuando en la escuela llegaba un alumno nuevo que llevaba gafas ya dábamos por seguro que iba a estar entre los mejores de la clase.

Había gafas normales, que no llamaban la atención, que corregían pequeños defectos de la vista, y había gafas que eran una auténtica condena, aquellas que los niños llamábamos “de culo de vaso”. Detrás de unas lentes de “culo de vaso” había casi siempre una víctima, un mártir que no podía participar plenamente en los juegos infantiles porque si se quitaba las lentes se quedaba a medias debido a su falta de visión. Las gafas de “culo de vaso” eran un agravio estético porque te desfiguraban la mirada y llevarlas a esa edad tan complicada de la primera adolescencia, cuando necesitabas gustar, era un auténtico martirio.

Las únicas gafas que añorábamos eran las de sol, que se convertían en una prenda más de tu indumentaria juvenil tan deseada como los pantalones vaqueros. Fue en los años sesenta cuando las gafas para el sol fueron derivando hacia una moda imparable, empujada por los vientos que soplaban del cine. Las grandes estrellas de las películas de entonces se veían más espléndidas si llevaban unas buenas gafas de sol. Después llegaron a nuestras playas los turistas, que acabaron de convencernos de que no se trataba de un lujo ni de un capricho, que aquellas gafas de cristales oscuros eran una necesidad en una tierra como la nuestra donde el sol no daba tregua durante todo el año.

Para muchos adolescentes de los años setenta, las gafas de sol fueron una prenda más que los colocaba en la onda de la moda imperante. Si llevabas tu pantalón vaquero de la marca Alton, tu polo Fred Perry y tus gafillas de sol reglamentarias eras capitán general en aquellas tardes de cañas, tertulias y ligoteo inocente en el Parrilla Pasaje o en las reuniones con música de fondo en el bar las Vegas.

Con unas buenas gafas de sol ya no había nadie que se atreviera a decirnos legañosos. Aquella prenda te daba un toque moderno y te elevaba un peldaño por encima del estrato adolescente más arrabalero, donde estaban aquellos que eran calificados como horteras. Co unas gafas de sol elegantes nunca parecías un hortera aunque lo fueras irremediablemente.

Recuerdo que éramos muchos los que soñábamos con poder tener algún día unas gafas de sol de la marca Ray Ban, que no sé por qué motivo se convirtieron en un auténtico objeto de deseo de la juventud de aquel tiempo. El mito de aquellas gafas americanas se nos rompía en mil pedazos cuando de pronto uno de la pandilla llegaba presumiendo de Ray Ban cuando se trataba claramente de unas gafas de imitación de aquellas que traían en el barco de Melilla.

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