Adiós al cura de los veinte pueblos
Don Juan Romero fue un correcaminos al servicio de la Diócesis durante más de 60 años

Don Juan Romero, al final de su larga vida, en una imagen de Diego Reche.
Aunque nació a la sombra del Maimón en tiempos republicanos -Joaquín y Rosa fueron sus progenitores- nunca se estabuló en su comarca Juan Romero Guirado (Vélez Rubio, 1934-Almería-2025). Fue, a pesar de su aspecto sedentario, toda su vida un correcaminos; fue, don Juan, un cura de pueblo, un cura serio, sin trampa ni cartón, un cura de aldea, de caminos, de ambientes complejos, difíciles en su ruralidad por el carácter de sus gentes; fue lo que quiso ser, ni más ni menos, un sacerdote pastor, campestre; fue un cura apacible, no le gustaba complicarse la vida, aunque, a veces, la soberbia o la vanidad humana se la complicaran a él; fue don Juan, queda claro por su hoja de servicio, un cura nómada, siempre al servicio de la diócesis, a las órdenes de Ródenas, de Casares, de Gastón, de Montes, siempre haciendo y deshaciendo el equipaje sobre una cama humilde presidida por un crucifijo y con una estampa de la Virgen María en la mesita de noche. De los almendros de Albox, a las vides de Laujar, del salitre de Garrucha al azahar de Gádor, del confesionario de Las Clarisas a la capillita de la Casa Nazaret.
Inició su ministerio en Vélez Blanco en 1963 y de allí a capellán de las Puras, párroco de Santa María de Nieva, de Abla, de Laujar, arcipreste de Berja y abate de la Escuela de Hostelería de Vera, entre otros destinos.
Su vida fue el zurrón, como los pastores, hasta que le llegó el descanso del guerrero en un cuarto de la Casa Sacerdotal, frente a la Seo almeriense, hasta hace unos días, cuando se despidió de este mundo volviendo a su pueblo natal -donde era conocido como El Palomares, recuerda su amigo, el poeta Diego Reche- para ser inhumado.
Conocí a don Juan Romero en Garrucha, siempre con su alzacuello, con su cartera negra, siempre serio, reía poco. Parecía un cura sencillo, un cura de pueblo. Venía a relevar a otros sacerdotes emblemáticos que habían dejado mucha huella -don Diego Rubio, don Manuel Cuadrado- y le costó trabajo hacerse de querer. No era un cura efectista, no brillaba por su verbo en las homilías, ni era demasiado popular entre los jóvenes Era un sacerdote sólido, recto, que iba a lo suyo. Pero que no se conformaba con administrar los sacramentos, los bautizos, las comuniones, no, le gustaba también estar al lado de la gente, de los fieles, a pesar de las complejidades de la vida de un pueblo. Pero si tengo que recordarlo por algo, a don Juan, por encima de todo, era porque fue el cura preferido de mi madre, desde la cercanía de su casa en la calle Mayor con salida a Lope de Vega. Y por verlo siempre, con su pelo blanco en el confesionario, como un cabo en la garita. No recuerdo, con mis ojos de adolescente monaguillo, haber visto a ningún otro cura dedicar tanto tiempo a confesar, a hablar con la gente, desde ese habitáculo sombrío, de madera de roble, en la Iglesia de San Joaquín, cargado de simbología. Quizá no sea tan recordado como otros, don Juan Romero, pero pocos como él supieron cumplir con su deber de pastor, de personaje barojiano, de clérigo de pueblo, sin distraerse en otros menesteres más barrocos. Descanse en paz, el cura serio, el cura bueno que nunca se despojaba de su alzacuellos.