El sueño de la ‘casita’ en la playa

Con tres sábanas la gente se inventaba su ‘chalé’ en la arena pegajosa de las Almadrabillas

La tienda de campaña era un chalé donde entraba toda la familia y los vecinos de al lado. Las Almadrabillas. Años 50.
La tienda de campaña era un chalé donde entraba toda la familia y los vecinos de al lado. Las Almadrabillas. Años 50.
Eduardo de Vicente
20:45 • 19 feb. 2024

En la arena de la playa entrábamos todos: los niños, los abuelos, los padres, las familias pobres que venían andando desde las entrañas del Barrio Alto con la casa a cuestas y los jóvenes de la clase alta que los domingos se paseaban por la orilla con su Meyba y sus gafas de sol.



La playa nos recibía con los brazos abiertos y nosotros la transformábamos en una ciudad paralela, en la ciudad bullanguera y ociosa de los domingos donde la gente olvidaba sus preocupaciones de la semana a fuerza de baños fríos, tajadas de sandía y golpes de sol. 



La playa fue el sueño colectivo de aquellas generaciones de almerienses que llevaban la sombra de la posguerra metida en el alma, aquel duro invierno que duró diez años en el que uno de los pocos lujos que nos podíamos permitir era respirar el aire limpio del mar y ponernos morenos en cuatro días. 



Salíamos de la humedad de las viviendas humildes que olían a puchero, a váter y a pañal de niño y la presencia de la playa nos regalaba esa porción de libertad que la vida nos negaba fuera.



A la playa no íbamos solo a bañarnos. A la playa se iba a vivir. La playa era entonces nuestro destino de vacaciones, lo más parecido a los viajes de ahora. Cada domingo, cada día de playa, era una aventura, tan familiar que la gente se llevaba media casa y la instalaba en la orilla. Con tres sábanas, dos palos y un manojo de cuerda los hombres levantaban un chalé sobre la arena de las Almadrabillas. En aquellas tiendas de campaña que llevaban impregnado el perfume de cada hogar entraba toda la familia, desde los niños hasta los abuelos, y a veces hasta los hijos del vecino de al lado que ese día no había podido ir a la playa.



Los domingos de verano, las casas se quedaban vacías y hasta a las abuelas con la butacas se les buscaba un hueco en la arena bajo la sombra de la tienda de campaña. Las gentes llegaban en aluvión, cargadas como si fueran a un largo viaje: los niños se encargaban de buscar los palos y las cañas para montar los ‘chambaos’, mientras que los mayores organizaban toda la logística alimenticia. 



Nada más llegar a la playa la primera escaramuza era montar la sombra y colocar la sandía enterrada en la orilla para que cogiera el fresco del mar. Las neveras eran todavía un lujo y la fruta como las bebidas se enfriaban con el agua del mar. Aún no habían llegado las botellas de plástico al mercado y el agua se llevaba en aquellas antiguas garrafas de cristal cubiertas de mimbre que popularmente se conocían con el nombre de ‘damajuanas’, y que también había que ponerlas a refrescar en la orilla. 



En aquellas largas jornadas de playa uno tenía siempre la sensación de que los únicos que disfrutábamos éramos los niños, porque nuestras madres trabajaban más que si estuvieran en la casa, atentas siempre a que a nadie les faltara comida y a que los niños no se alejaran de la orilla ni se metieran en el agua haciendo la digestión. Su día de playa era estar pendiente de todos y de vez en cuando, colarse en el agua medio vestidas.


Aquellos ‘chalés’ de sábanas que improvisábamos en la arena formaban parte de ese sueño compartido de la clase media de tener una ‘casita’ en la playa. Cuando las familias fueron progresando, cuando allá por los años 60 casi todos teníamos frigorífico y televisión y un coche en la puerta para salir los domingos de excursión, la gran aspiración de tantos y tantos almerienses fue la de tener un apartamento en primera línea de playa, que entonces representaba la culminación de una fantasía.


Todos conocimos en nuestro barrio a una de aquellas familias triunfadoras que se embarcaron en uno de aquellos paraísos veraniegos que entonces estaban representados por los pisos que levantaron a lo largo de la playa del Zapillo. Comprarse un apartamento en el edificio de Las Caracolas, con amplias terrazas y con la orilla de la playa enfrente, costaba 185.000 pesetas en el año 1967, un deseo al alcance de la mano que se podía conseguir en cómodos plazos.  Los que ambicionaban a algo mejor, los que tenían ahorros suficientes para soñar a lo grande, aspiraban a un piso en el edificio de Las Conchas por 325.000 pesetas o a comprar una vivienda en el moderno Play Mar por 465.000 pesetas con caseta de baño incluida.


Que solos nos quedábamos en verano cuando las familias pudientes de nuestro barrio se mudaban de casa y se iban a pasar tres largos meses a ese hogar soñado en la primera línea de playa del Zapillo.


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