El ocaso de los grillos

Las actitudes humanas encuentran el caldo de cultivo para ser precisamente humanas

José Luis Masegosa
09:00 • 17 oct. 2022

Cuando la tarde perecía, ayer, anodina y huidiza, descubrí una pareja de vencejos perezosos que volaba a gran altura, tal vez para alejarse de la crispación terrena. Bajo su vuelo, encontré a cientos de golondrinas que santiguaban el cielo de mi pueblo con ardiente fervor, en tanto que los atardeceres, como el de ayer mismo, mueren, prematuramente, en una veloz carrera tras los crepúsculos rojizos que apremian hacia los desconocidos laberintos de la noche. Las calles son ahora menos calles, en donde mis vecinos apuran su tránsito final de unas jornadas que saben a viña, a almendra, granada e higos. Si la primavera despierta los sentidos, este tiempo lánguido los demuda, de tal suerte que, como los vencejos vespertinos, ascienden a las más altas cotas de nuestro ser para eludir el tsunami de melancolía que cada octubre inunda los más recónditos lugares de la existencia humana.



Media octubre en este templado lunes, prieto de incertidumbres y temores. A estas alturas, el calendario juega al escondite con el ser humano, de tal guisa que nadie tiene conciencia del mes en que sobrevive, pues aunque el verano meteorológico cayó en la sala de espera de este veroño, el paisaje humano de nuestras calles se viste con atuendos estivales que aún se resisten a su anual cita con la hibernación perfumada de laurel y alcanfor. No obstante, en el litoral, la bajamar parece más bajamar porque las arenas acusan –no del todo- la orfandad de quitasoles, tumbonas y bronceados. El éxodo del final de temporada mermó la demografía de nuestras costas, donde las playas fueron solaz de descanso, escenario de asueto y paraíso de sueños, unos sueños que jamás pudieron albergar, entonces, la incierta realidad que ahora nos acoge.



El coronavirus se llevó mucho de nosotros. Dilapidó dos calendarios con sus dos primaveras, con cuanto ello entraña en esta tierra del Sur; esas primaveras cuya luz encandila y puede ser gozo de cualquiera, lo que no sucede con la estación más secreta y misteriosa que nos acoge, ésa que ahora deberíamos gozar, pero que sin motivo ni razón la han secuestrado. Acaso es que su tenue luz, menos agresiva, más tamizada, moleste al secuestrador –cambio climático- que nos la ha arrebatado, al menos por ahora, pues tampoco tenemos noticias de si vendrá o pasará de largo por sus días cortos y sus naturales meses, a pesar del paulatino llanto que ya experimentan los árboles caducos, cuyas doradas hojas –en menor cantidad que otros años- alfombran la piel terráquea que nos sostiene. Y es que, a pesar de este falso estío, el ecuador de octubre ha comenzado a desnudar impúdicamente a los árboles que nos acompañan, en tanto que los tapices amarillentos del campo compiten a destajo. Acaso la manifestación más perceptible del alfa otoñal la encontremos en la aminorada estridulación de los grillos, cuyo cri-cri-cri ya no acompaña con igual intensidad que en las noches estivales, plenas de reclamos y apareamientos. Y donde el otoño sí está presente es en los templos vivos de la vida, que cada día es menos vida, y donde un gesto, por pequeño que sea, una leve sonrisa o un minuto de oído adquieren un precio impagable que supera cualquier bien material. En estos escenarios, donde el otoño es más otoño, las actitudes humanas encuentran el caldo de cultivo para ser precisamente humanas. Como los grillos en su caminar hacia el ocaso de la hibernación bajo las piedras, los humanos viven su otoño en las antesalas del último peldaño. Son los otoños de la vida.








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