Sofales

El autor de `La tumba del nadador` y `Arquímedes está en el tejado` inicia con esta entrega una ingeniosa y cómica serie de artículos

Juan Pardo Vidal
12:00 • 02 may. 2017

No quiero ni pensar cómo sería nuestro mundo sin sofás. Los árabes ya tenían algo parecido, pero fueron los franceses los que, nada más tomar La Bastilla, le pusieron el nombre sofá, como su propio nombre indica y dijeron voilá, porque los franceses no se quedan tranquilos si no lo acentúan todo en aguda, por eso los candidatos a la presidencia han sido Macrón, Le Pén, Fillón y Hamón, porque está prohibido que haya un presidente que no tenga un nombre en aguda y por eso sofá tienen un nombre tan cursi como canapé o como bidé. Los franceses son personas como nosotros pero con carraspera. 


Un sofá, tenga o no chaise longue, es un sitio de reunión familiar, como la Unión Europea hace años —si llega a ganar Le Pen, al Brexit le habría seguido la Fransortie, menos mal que no, porque odio las palabras de moda—. Por eso los gabachos son tan importantes en la UE, por los sofás. ¿Sofás? ¿sofales? ¿sofases? La RAE debería tener con el plural de sofá un poquito de manga ancha, que no cuesta nada tener una deferencia con estos muebles. Aunque más que muebles son electrodomésticos, aparatos del sueño, su uso incorrecto puede afectar a la salud, los sofás los venden con libro de instrucciones para que no te esnocles —ya sé que lo correcto sería decir desnuques, pero si lo digo bien no me entendéis y si lo digo mal me criticáis—. Además de aceptar los plurales irregulares, la RAE debería hacer una entrada en el diccionario para esnoclar, porque convendréis conmigo en que quedarse desnucado no es igual que quedarse esnoclao. Lo mismo, lo mismo, no es.


Yo llego a casa a mediodía y me arrojo en el sofá como el saco que un estibador descargara en el muelle, cuerpo muerto. Cuando aún voy por el ascensor, ya se me hace la espalda agua de pensar con qué cariño me acogerá su funda, el tintineo de la calderilla debajo de los asientos, junto al mando de la tele, la marca cuadriculada que en mi mejilla dejará el tapete de mi madre tras dar una cabezada exánime en el reposabrazos. El tapete de croché (palabra obviamente de origen francés) combina a la perfección con la funda que protege el sofá de ser bonito. Porque ¿qué sería de un sofá sin su funda? Se vería el estampado que elegimos al comprarlo, el que nos gustaba. Así que, para que nadie pueda verlo y sea un secreto mejor guardado que el de Fátima, le ponemos encima una funda muy fea. La gente me pregunta ¿cómo es el estampado de tu sofá Juan Pardo?, ellos venga a preguntar y preguntar, y yo no suelto prenda. Anda, no te hagas de rogar, me dicen. Yo no les doy pistas, que se queden con el regomeyo, el estampado de mi sofá es mi tesoro, Gollum. Es mi leyenda artúrica, me casaré con la primera mujer que le quite la funda a mi sofá. 




Tengo un tres y un dos. Cada uno es de su padre y de su madre. Uno es de escay y lo uso en verano mayormente. Me suda la espalda al apoyarme, pero eso nutre mucho la piel y la pone lustrosa. El otro es de ese color inefable que los hombres no distinguimos y que algunas mujeres dicen que es verde y otras aseguran que es gris. Pues de ese es. 
Los sofás son muy importantes en la historia de Occidente y en la historia de la república independiente de tu casa, son puntos de encuentro, sitios para solucionar los problemillas con tu pareja. Puigdemont y Rajoy deberían sentarse en el mismo sofá a intercambiar opiniones, a hablar de sus cositas, pero como siempre se sientan en sillas, tan tiesos, uno enfrente del otro con cara de ajo, pues no se ponen de acuerdo. Normal.






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