Año y medio en el depósito de cadáveres sin que nadie la reclame

La americana Janet Newton falleció sola en Mojácar en 2016 y aún sigue congelada

Janet Newton, en la época en la que llegó a Mojácar como guía turístico.
Janet Newton, en la época en la que llegó a Mojácar como guía turístico.
Manuel León
23:43 • 04 may. 2018

Janet Newton, quien había vivido tanto, nunca pensó en morir. Y sin embargo ocurrió: un día que esta norteamericana de 91 años estaba sola -como casi siempre ya- en su casa de Los lomos del Cantal de Mojácar, su corazón se paró. Fue una de esas jornadas otoñales que ya huelen a invierno, cuando su vecina Beatriz se dio cuenta de que la cancela estaba abierta y se la encontró sin pulso en la cocina.



Por las características de la defunción, tras el levantamiento del cadáver, el juez de guardia ordenó trasladar el cuerpo sin vida de Janet -ella que tanto había vivido- al Instituto de Medicina Legal de Almería para la realización de una autopsia.



Eso ocurrió en noviembre de 2016, hace ahora justo año y medio, y desde entonces sigue en el mismo sitio, en el depósito de cadáveres, en los sótanos de la Ciudad de la Justicia. 



Cuesta trabajo creerlo: 18 meses metida en una cámara helada, con el cuerpo crionizado como dice la leyenda que está Walt Disney; 18 meses tumbada como una momia egipcia, a cero grados, mientras arriba se oye el bramido de los coches circulando por Carretera de Ronda y el trajín de los abogados en los días de juicio; 18 meses en que nadie la ha reclamado, ni parientes, ni amigos, ni compañeros, ni el cajero del Mercadona. 



Janet, con su apellido de genio de la física, vivió 50 años en Mojácar y nunca debió pensar en la muerte, en cómo sería su funeral, en los gastos del ataúd y de las flores, nunca pensó en todo eso. Llegó  a ese pueblo de embajadores y de mujeres con cantaros en la cabeza un día cualquiera de la década de los 60. 



Trabajó como guía turística en los primeros hoteles como el Moresco y el Indalo y colaboró con el alcade Jacinto y después con Paco el Marrullo como interprete, como quizá la primera traductora que hubo en el Ayuntamiento de Mojácar. Paco Lina, hijo del Harico, el fundador del primer hotel Indalo, en la plaza del pueblo, la recuerda como una mujer que hizo de puente con los primeros touroperadores que llegaron a Mojácar.



Con su pelo a lo garçon, con sus gafas oscuras, Janet hizo numerosos amigos en ese pueblo, gente como Greta y Norma Neff, Heidi, Mary O’Donnell o Eve Steninhauer, cuando algunas iban vestidas de naranja, enseñando los rincones de esa ciudad que fue del Duque de Alba, y muchos mojaqueros creían que eran vendedoras de butano.



Janet vivió todo ese tiempo irrepetible en el que Mojácar cambiaba cada día que pasaba: una grúa nueva por allí, un chalet con buganvilla por allá, justo cuando se iba acrecentando su leyenda como paraíso místico, como pueblo serrano donde la tradición flirteaba con la modernidad.


Se hinchó de vivir, Janet -la misma que lleva más de un año en el depósito- de respirar el aire puro mojaquero, de frecuentar sus bares cosmopolitas y decidió quedarse para siempre en sus entrañas, entre sus casas encaladas y el rumor de los doce caños de la fuente árabe.


Le encargó la americana una casa a Diego el Pegote, de Turre, en un solar (en Mojácar no habrá pan, pero siempre quedarán solares) situado en un promontorio detrás de donde hoy está Pueblo Indalo. Y allí pasó, probablemente, los años más felices de su vida, entre amaneceres y puestas de sol, mirando al mar latino, entre   las flores silvestres en primavera y el cantar de las chicharras en el estío; allí fue envejeciendo, entré té y té de hierbabuena y viajes al súper para llenar la nevera con su antediluviano Renault 4-L.


Hasta que de la tercera edad pasó a la cuarta y se le fueron muriendo los amigos, con los que había compartido la gloria de la juventud, como en el poema de William Wordsworth , y fue rompiendo amarras con los escasos parientes que le quedaban fuera de España, como les ocurre a cientos de extranjeros que vienen a Mojácar y a otros pueblos  de España y aquí se marchitan y se mueren olvidando sus orígenes.


Hasta que un día, Janet, cayó en la cuenta de que estaba sola, más allá de alguna visita con pudding de algún amigo nostálgico, más allá de algún christmas de sus remotas primas inglesas. Hasta que se murió una tarde de otoño, sin dejar últimas voluntades, sin dejar testamento, sin dejar dinero ni nada previsto para su entierro. 


Ha pasado año y medio de eso, hasta que el juzgado ha requerido al Ayuntamiento de que hay una mujer muerta desde entonces en el depósito de cadáveres sin que nadie se haga cargo del cuerpo.

Ha sido Pedro Montoya, policía local, yerno de aquel albañil que le construyó la casa a la americana, el que ha tenido un gesto humanitario, el que ha dado la voz de alarma para hacerle un sepelio, para que pueda reposar en paz en el cementerio y escapar de su estado de hibernación.


“Queremos organizarle un entierro digno, en la tierra que ella eligió para morir y necesitamos colaboración”, explica Pedro. Por ello, ha hecho un llamamiento a las personas que la conocieron para organizar una colecta con la que recaudar fondos e ingresarlos en una cuenta de la funeraria para pagar un entierro humilde de 1.500 euros, para que Janet, por fin, pueda descansar en paz en tierra mojaquera, la tierra que ella eligió para vivir, aunque se olvidara de que algún día tendría que morir.



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