Adiós al artesano de una Almería perdida

Ramón Masats tuvo una de las miradas más irónicas de la Almería de los 50 y los 60

Ramón Masats, en un retrato de juventud, con su cámara Leica.
Ramón Masats, en un retrato de juventud, con su cámara Leica. La Voz
Manuel León
23:49 • 05 mar. 2024

Almería tuvo la ventura de que Massats, el icono de la fotografía irónica, se fijara en ella; se podía haber fijado en Lugo, pero no, se fijó en la legaña, en los molinos del Cabo, en el luto de la Chanca, en la vida rural de los cortijos del Levante almeriense. Se fijó en todo eso, Masats, ese genio de gran corpachón que se acaba de ir con 92 años, justo unas semanas antes de que concluyera en el Centro Andaluz de la Fotografía, en Almería, una muestra deliciosa con imágenes  inéditas del tiempo almeriense; fogonazos de una época mixta en la que se estaba yendo el plomo, el luto, el racionamiento al tiempo que llegaba el biquini y el Seiscientos. A veces te mueves en la vida dependiendo de dónde sean tus amigos. Y Ramón Masats los tenía, y muy buenos, en Almeria. Y uno, a la postre, termina queriendo a la tierra que quieren los que te quieren y los que tu quieres.  Eso, y su pertenencia a ese comando revolucionario de los años 50 que se llamó el Grupo Afal, cuando esto era puro Franquismo, cuando aquí, aún, de libertad nada de nada. En ese tiempo apareció por primera vez Masats por la pedestre Almería, alentando por su alter ego, nuestro Siquier. Una vez dijo para esa revista que patroneaba el versátil José María Artero: “Cuando hago alguna foto buena, lo noto enseguida en el corazón, antes de revelarla”. Massats, más catalán que Pla, revelaba y se rebelaba contra todo lo que se moviera en esa España autárquica. Y lo hacía como mejor sabía: disparando sin parar, pero no a todo lo que se movía, sino a todo lo que no se movía. 



Modernizó Masats el concepto del reportaje cutre de una España casposa en la que los únicos que salían en las fotos eran los militares, los gobernadores y los falangistas. Su archivo fotográfico, sin trampa ni cartón, habla por él y en uno de sus rediles, por fortuna, está la provincia de Almería: cientos de negativos que están ahí para que dentro de centenas de años se sepa cómo eran lo que aquí vivían. Él vivió con entusiasmos su pasión fotográfica junto a los amigos de su generación, esa generación que se juntó en racimo -milagroso racimo- en esta tierra cenicienta a través de aquella Afal. 



En sus fotos se advierte esa aversión visceral que tenía por lo solemne apostando por adentrarse en los meandros de la épica cotidiana, donde un simple labriego almeriense podía lucir en sus positivados como si fuera un ministro, como hemos podido ver semanas atrás en la calle Pintor Díaz Molina, en algunas de sus creaciones impagables. 



Mojácar, el Cabo, la Vega



Masats nos lega imágenes para disfrutar: una viuda que camina por un despacho oficial en Mojácar con el retrato de un Franco ya maduro y un teléfono de baquelita; o el de una vetusta estación de gasógeno en Cabo de Gata; o un barrio almeriense de las  afueras, quizá la Vega, donde se ven penitentes caminando envueltos en una tarde aciaga que pronostica rayos y centellas; o trabajadores de Adra rebanando cañadú protegidos por sombreros de mimbre. Y vemos mujeres arrodilladas en una iglesia; o boxeadores derrotados por el sudor; o toreros rodeados por su cuadrilla sentados en sillas de anea esperando las 5 de la tarde; o un cojo corriendo con una muleta mientras una mujer encala una fachada subida en una escalera; o un niño jugando con el tricornio de su padre.







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