La tragedia del ‘capitán’ Garrancha

Se ganaba la vida saliendo a pescar con un pequeño bote desde Aguadulce a Torregarcía

José Núñez Garrancha en el coche de inválido que le proporcionó la Cofradía de Pescadores para que pudiera moverse.
José Núñez Garrancha en el coche de inválido que le proporcionó la Cofradía de Pescadores para que pudiera moverse. La Voz
Eduardo de Vicente
20:01 • 27 feb. 2024

Junto a la playa que existía en el viejo puerto pesquero surgió una pequeña aldea de chabolas, poblada por familias de pescadores que habían ido abandonando las cuevas de La Chanca buscando el aire del mar. Después de la guerra, el lugar se convirtió en un arrabal del barrio marinero, donde un centenar de personas sobrevivían en las precarias condiciones  que ofrecían aquellos refugios de madera sin agua potable ni luz eléctrica. 



Allí vivieron los Delgado, los Hilerdas, los Cayuela, la tía Coronilla, que con cien años iba todos los días andando hasta las cuevas de la calle Botalón. Allí tenía su nido Pepe el del molino, al que muchos llamaban ‘el loco’ porque tenía la costumbre de bañarse todos los días en el mar, ya fuera invierno o verano, y porque había cultivado la habilidad de ‘pescar’ babosas con una ratonera de madera. Encima de la puerta de su casa, Pepe colgaba un molinillo de colores que movía sus aspas al ritmo que le marcaba el viento. 



En aquellas chabolas al borde de la playa vivió José Núñez Garrancha (1905-1966). Era un marinero de vieja estirpe; sus antepasados habían sido pescadores y él no conoció otra forma de entender la vida que la que tienen los hombres de la mar. 



José el Garrancha capitaneaba un pequeño bote con el que se dedicaba a las artes menores. Recorría la costa desde Aguadulce hasta Torregarcía en busca del sustento que le daba de comer a sus cinco hijos. Un día, al saltar de la barca sobre la arena de la playa, pisó una tabla y se clavó una púa oxidada en el pie. Se lavó la herida con agua del mar y se olvidó del percance. Unas semanas después, notó que un dolor pesado le recorría la pierna. Cuando acudió al Hospital, el médico le diagnosticó una gangrena que había empezado a devorarle el pie. No hubo marcha atrás. La enfermedad ya se había apoderado de su cuerpo y aunque lo sometieron a dieciocho operaciones, al final tuvieron  que amputarle las dos piernas por encima de las rodillas y varios dedos de las dos manos. Tenía cuarenta años, una casa con cinco hijos y el irreparable drama de sentirse inválido. En 1944, cuando le ocurrió el accidente, la ley no contemplaba ningún tipo de ayuda económica ni una paga de por vida a modo de jubilación para un minusválido, por lo que el Garrancha tuvo que seguir trabajando. 



Ya no podía embarcarse ni salir a pescar, pero ayudaba a sus hijos, que eran niños entonces, y les daba consejos cuando echaban el bote al agua y a fuerza de remo salían a buscar calamares. Cuando regresaban de la faena, el padre los estaba esperando. Con su medio cuerpo varado en la orilla,  utilizaba la fuerza que aún le quedaba en los antebrazos para tirar de la cuerda y sacar la barca del agua. Era la única forma que tenía para nos sentirse un hombre inútil.



A comienzos de los años cincuenta, la Cofradía de Pescadores retomó su caso y le proporcionó un coche de inválido para que pudiera recuperar la movilidad. El vehículo tenía la forma de un triciclo y disponía de una manivela situada en el manillar que le permitía al conductor poder dirigir el coche utilizando sólo las manos. El coche le dio la vida y desde entonces pudo regresar a las calles, a mezclarse con la gente y a ganarse el pan con su propio esfuerzo.



Gracias a la mediación de la cofradía, el ayuntamiento le concedió un permiso especial para que José el Garrancha pudiera dedicarse a la mendicidad de forma legal y le dio unas de las viviendas que la Obra Social de Falange construyó para los pescadores en el barrio del Tagarete.



A bordo de su cochecillo, los domingos y los días festivos se iba a la puerta de la iglesia de San Pedro y entregaba su alma a la generosidad de los fieles que acudían a escuchar la misa. Por la tarde, se colocaba en la puerta de la Terraza Apolo, que ocupaba el solar donde en 1968 construyeron el Gran Hotel, y allí se ponía a pedir aprovechando el tirón de gente que acudía a las sesiones de cine o a ver los combates de boxeo que se organizaban en las noches de verano.


Cuando llegaba la Feria empezaba para él la temporada alta. No necesitaba pedir, ni la ayuda de un cartel que informara a la gente de sus desdichas; la estampa de aquel hombre sin piernas y con los dedos de las manos mutilados, era motivo suficiente para que todo el mundo le dejara una moneda en la cesta


Una noche de Feria de 1966, cuando regresaba a su casa después de una madrugada de trabajo, un coche se lo llevó por delante cuando cruzaba por la Avenida de Cabo de Gata a la altura de la calle América. El destino le tenía guardado un último golpe al viejo pescador;  unas horas después moría sobre una fría camilla de la Casa de Socorro de Ciudad Jardín.


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