Los caminos que iban a Las Perchas

La calle Pósito era la avenida principal de acceso al barrio de las mujeres de la vida

En la calle Pósito se estableció la barraca de ‘el Patato’ en un lugar de encuentro en el camino hacia el barrio del pecado.
En la calle Pósito se estableció la barraca de ‘el Patato’ en un lugar de encuentro en el camino hacia el barrio del pecado.
Eduardo de Vicente
20:03 • 29 ene. 2024

Mi madre solía decirnos que las mujeres que poblaban el humilde arrabal de Las Perchas ejerciendo la prostitución eran un elemento dinamizador del barrio porque alrededor del oficio se generaba mucha vida de la que salían beneficiados los comercios de toda aquella gran manzana. Y no le faltaba razón a mi madre.



Cuando el puerto se llenaba de barcos y el barrio de marineros, cuando los soldados del campamento bajaban en tropel derramando testosterona, los bares doblaban la recaudación y las pequeñas tiendas de comestibles tenían que echar horas extras. Si había negocio y los bolsillos rebosaban besos las monedas nos llegaban a todos: a la tienda de mi padre, a la confitería de don Ángel Berenguel, a la heladería de Adolfo, a la bodega de las Cortinillas, al bar Bahía de Palma, a Manuel Salinas, el zapatero remendón, al estanco de la calle Mariana, a los bares de los alrededores y a las barracas que se fueron instalando en el camino que llevaba hasta el lugar del pecado.



Había varios caminos para llegar al barrio de Las Perchas. Desde el puerto se podía acceder directamente cruzando el Parque y subiendo después por la calle de la Reina. Al llegar a la esquina de la calle Almanzor se podía continuar por la calle Hércules, por la que había que dar más rodeo, o ascender por la cuesta de la calle de la Viña donde el visitante se encontraba  con un escenario que llamaban el pulpitillo, donde las casillas blancas, en forma de dados, se tambaleaban sobre las rocas de la ladera de la Alcazaba. En los días de ajetreo, aquello se transformaba en un escaparate donde las mujeres, con las faldas remangadas hasta los muslos, trataban de llamar la atención de los clientes mostrando sus encantos y ofreciéndoles diez minutos de placer por treinta duros. 



Otro camino de acceso al barrio de los burdeles era por la Plaza Vieja, subiendo las escalerillas que desembocaban en la calle Pósito o atravesando el túnel que comunicaba con la calle Juez, frente al edificio donde estaba instalada la perrera municipal. También se podía llegar por las callejas de la Plaza de Marín. Todas estas entradas acababan siempre en la calle Pósito, que era la avenida principal de llegada. 



Allí, en ese cruce de caminos donde la calle Pósito se juntaba con la calle de Toledo, con la calle de la Dicha y con la calle de la Música, en lo que era la puerta de entrada al barrio de las prostitutas, florecieron pequeños negocios, barracas levantadas con cuatro tablas que nacieron al calor de la vida que generaban las mujeres. Fueron famosas la barraca del Cojo y la barraca del Patato, dos puestos de bebidas donde lo mismo te servían un botellín de cerveza o una copa de anís que una gaseosa de naranja. Las dos casetas estaban situadas en puntos estratégicos, en rincones por donde pasaban gran parte de los clientes que iban buscando la juerga. 



Había quien hacía un alto en el camino y se animaba con un cuba libre antes de llegar arriba y había quien concertaba su cita amorosa apoyado sobre la barra de madera de la barraca, entre miradas cómplices que terminaban en una ‘convidá’. Entre risas y caricias furtivas se iba cerrando el negocio que finalmente se culminaba en una de aquellas habitaciones donde no había más muebles que una cama destartalada y una palangana con agua fría donde se lavaba el cliente antes de empezar. Las humildes barracas de bebidas formaban parte de todo aquel universo que gravitaba alrededor de las mujeres de la vida. Si ellas tenían trabajo los dueños de los puestos se frotaban las manos y el negocio fluía como un río constante hasta que llegaba la noche y había que cerrar. 



Recuerdo a una mujer que montaba un tenderete en la pared que había junto a la barraca del Patato. Se sentaba en una silla baja y sobre una caja de madera colocaba una maleta, abierta de par en par, cargada de baratijas y tabaco rubio del que traían en los barcos. Se decía que en el compartimento interior que no estaba a la vista, la señora  guardaba las cajas de preservativos importados de Melilla que tenían mucha aceptación porque se vendían más baratos que en las farmacias y porque el comprador se ahorraba ese mal rato al que estaba obligado a pasar cuando se presentaba delante del farmacéutico pidiendo condones. Allí, en el puesto ambulante, las vergüenzas se relajaban y comprar una caja de preservativos o globitos de estudiar como le llamaban algunos o de gomas como le llamaban otros, se hacía con tanta naturalidad como tomarse una copa de coñac en una de aquellas casetas.



Por el barrio de las mujeres de la vida cruzaban también los mercaderes ambulantes: las vendedoras que iban con un cargamento de medias y ropa interior de contrabando ofreciendo sus gangas como la última moda que acababan de  traer de las tiendas más importantes de Barcelona; los charlatanes que pregonaban incomparables tesoros, auténticas obras maestras de bisutería que parecían oro de verdad y aquellos relojes suizos que eran infalibles y estaban fabricados para durar toda la vida, aunque luego eran tan efímero como el amor de los burdeles.


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