Las niñas de la fábrica de flores

Rosa Jiménez, con gafas oscuras y chaqueta, dirigía a las muchachas que trabajaban en la fábrica del cortijo de Villa Encarna en Los Molinos.
Rosa Jiménez, con gafas oscuras y chaqueta, dirigía a las muchachas que trabajaban en la fábrica del cortijo de Villa Encarna en Los Molinos.
Eduardo de Vicente
22:36 • 24 ene. 2024

La algarabía de la mañana, cuando las niñas se contaban y se cantaban sus ilusiones alrededor de la mesa central mientras sus manos tejían las flores artificiales, se tornaba en un silencio de iglesia a primera hora de la tarde, cuando en la vieja radio del taller se empezaba a escuchar la sintonía de la radio novela. Las voces de Matilde Conesa, Luis Durán, Juana Ginzo, Manuel Dicenta y Matilde Vilariño llenaban de lágrimas, de desengaños, de amores imposibles y de pasiones recatadas el alma de aquella habitación donde las muchachas esculpían rosas y claveles de tela  con los ojos empapados y el corazón en un puño.



Había momentos, cuando la novela alcanzaba el umbral del éxtasis emocional, en el que solo se escuchaba en la sala los latidos emocionados de los corazones de las niñas, el roce de los dedos en el papel de seda y a lo lejos, como si viniera de otro mundo, el silbido del tren cuando se acercaba al paso a nivel del barrio de Los Molinos.



Aquella radio, que presidía el taller como una vieja reina, hacía más cortas las tardes y le daba a la jornada laboral un toque festivo. Después de la radio novela venían los discos dedicados que las niñas escuchaban con entusiasmo a la vez que cantaban las canciones de moda que se sabían de memoria antes de que el disco llegara a los escaparates.



El taller ocupaba dos habitaciones con grandes ventanas que daban a un hermoso jardín donde daba el sol desde primera hora de la mañana hasta que empezaba a anochecer. Tenía una gran mesa central en la que trabajaban las empleadas y otra secundaria, de mármol, que se utilizaba para encolar las telas. Tres prensas de palanca, de las que trabajaban a mano, le daban al aposento un aire de industria familiar. El techo estaba cubierto por unas barras de hierro sobre las que se colgaban las flores para que se fueran secando.



Aquella fábrica de flores artificiales formaba parte del cortijo de Villa Encarna, en la antigua Carrera del Mamí, donde terminaban las últimas casillas del barrio de Los Molinos, frente a las vías del ferrocarril. Su propietario, el empresario José Ivorra Carrión, tuvo la idea de montar la factoría a finales de los años 50, aprovechando el tirón que en aquellos tiempos tenía entre la población femenina el uso de las flores de tela como motivo de adorno. 



El señor Ivorra, que junto a su padre y su hermano regentaba el establecimiento de regalos El Valenciano, de la calle de las Tiendas, vendía en su comercio flores de tela que le llegaban de las fábricas de Barcelona. Un día pensó que podía hacer un buen negocio elaborando él mismo las flores y ahorrarse los intermediarios. Así surgió la iniciativa de poner en marcha en su cortijo aquella factoría que durante dos décadas adornó las bodas y las fiestas de toda la provincia y la capital. Las espléndidas flores artificiales que se vendían en las tiendas más importantes como Segura o Rosaflor salían del taller de los Ivorra, que además contaba con un equipo de viajantes para llevar su producto por las ciudades vecinas. 



En los meses previos a la Feria el trabajo era intenso ya que se multiplicaba la demanda por dos. No había vestido de gitana que no llevara su flor artificial del cortijo de Villa Encarna, donde un equipo de veinte muchachas trabajaba a las órdenes de Rosa Jiménez, la mujer del propietario, que era una artista inventando aquellas flores de algodón y lana que se remataban con un tallo forjado con alambre forrado con papeles de colores.



Mientras que en las huertas de la finca se cultivaban las mejores patatas de la ciudad y cientos de pájaros anidaban en las copas de los frondosos árboles que rodeaban el jardín, dentro, en la habitación principal, el murmullo de las prensas se mezclaba con las coplas de las niñas que no paraban de trabajar. Para la mayoría de ellas, la fábrica de los Ivorra fue su primera experiencia en el mundo laboral, el primer sueldo que metieron en sus casas.


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