Juanico Ros, el ermitaño del fútbol

Tenía ese punto de impostura de los que cruzan por la vida interpretando un personaje

Juanico Ros en una barraca de la Plaza de Pavía, donde acudía a diario a encontrarse con la gente.
Juanico Ros en una barraca de la Plaza de Pavía, donde acudía a diario a encontrarse con la gente.
Eduardo de Vicente
23:52 • 08 ene. 2024

Venía de un tiempo que ya no existía, de aquel fútbol tribal donde los niños defendían el honor de su barrio como una patria, donde la épica se masticaba con polvo y tierra en medio del bocadillo de sobrasada a la hora de la merienda. 



El fútbol era entonces tan grande que se jugaba en cualquier parte, en el pasillo de una casa, en medio de una calle sin asfaltar o en el patio de la escuela. Él formaba parte del fútbol como el balón, como la portería, como el terreno de juego. Su nombre era Juan Fernández Ros (1943-2024), pero toda la ciudad lo ha conocido siempre como ‘el Juanico Ros’, el ermitaño del fútbol, aquel soñador que encarnaba en su bendita locura a todos los entrenadores del mundo.



Juan Ros era ante nuestros ojos el entrenador universal al que no le hacía falta ningún título ni ningún reconocimiento para ponerse en la banda y dirigir a su equipo a su manera, como sólo él sabía hacerlo. Los niños, cuando íbamos a ver un partido del Valdivia teníamos una doble sesión de entretenimiento: el juego en sí y el espectáculo que ofrecía el gran Juanico Ros que no paraba de ir y venir, que no cesaba ni un instante de dar órdenes poniendo el alma en cada frase como si en cada balón se estuvieran disputando la Copa del Mundo. 



A la fiesta se unía siempre algún aficionado que desde la grada le recordaba que se había cambiado de camiseta dejando el Valdivia y fichando por el Pavía



Él era el entrenador total, el entrenador de todos los equipos, un lujo que solo estaba a su alcance. Lo mismo dirigía por la mañana a los infantiles que por la tarde le daba órdenes al primer equipo, a veces desde el ambigú con un bocadillo y un botellín de cerveza en la mano.  “Vamos, saliendo y dejando en fuera de juego”, gritaba con ese gesto característico suyo, ladeando la cabeza. Había momentos que hablaba para un lado y miraba para otro. Dirigía la voz al terreno de juego como queriendo dar una orden y volvía la cabeza hacia las gradas para asegurarse de que el público también estaba escuchando su mensaje. En cierto modo, tenía ese punto de impostura de los que cruzan por la vida interpretando un personaje.



Juanico Ros vivió el fútbol como un profesional, aunque nunca  llegó a cobrar una peseta, tan sólo las invitaciones que los amigos le regalaban cuando se pegaba al ambigú. Él sabía el momento exacto para acercarse a la barra, para entablar conversación con algún aficionado generoso al que no le importara pagarle dos o tres cervezas a cambio de gastarle un par de bromas.



Juanico Ros ha sido y será  siempre un personaje, tan conocido que cuando lo llevaban de viaje a Málaga, a Granada, a Jaén, allí donde iba la gente lo reconocía como si se tratara de un viejo mito del fútbol. Y es que Juan tenía algo de mito, pero de mito callejero, forjado en los arrabales de La Chanca y la Plaza de Pavía, en la peluquería del Tito Pedro y en  los barracones del mercado mañanero donde los parados organizaban sus partidas de dominó. 



Los niños de antes, que no tenían consideración ni de las grandes estrellas, solían meterse mucho con Juan Ros cuando atravesaba las callejas del barrio camino del campo de la Calamina. Le asignaban una serie de motes que al bueno de Juan lo irritaban. No le gustaba que le dijeran aquello de “Juanico Ros, carabela pestosa, rey del Perú, Caballo Loco, ojo trueno”.


Su trayectoria futbolística ha trascurrido siempre en las bandas de los campos de fútbol. Su territorio ha sido la línea de cal, tan pegado al terreno como si fuera la sombra del juez de línea. En ese escenario Juanico Ros crecía y sacaba del anonimato el entrenador que nunca pudo ser, el estratega furtivo que a veces se convertía en la pesadilla de su propio entrenador.


Cuentan los que mejor lo conocieron que su relación con el Pavía fue una historia de amor y desamor difícil de entender. Sus comienzos en el fútbol fueron en el Pavía, pero en los años sesenta lo dejó todo para marcharse al Valdivia, el club rival, representante del barrio de los pescadores.  En sus años de exilio voluntario en el Valdivia, Juanico Ros tuvo algún que otro enfrentamiento con sus rivales del Pavía. Una mañana que estaba en la barra del bar Pireo, unos aficionados, con el ánimo de gastarle una broma, le dijeron que tuviera cuidado con el Tito Pedro y sus directivos porque estaban tentando a varios jugadores del Valdivia para llevárselos. La noticia sacó de sus casillas al bueno de Juan, que al día siguiente se presentó en la peluquería del Tito Pedro armado con una cuchara sopera. Se plantó en la puerta y mirando de frente a todos los presentes, les dijo: “Como yo me entere de que alguno de vosotros ‘tocáis’ a mis niños, os rajo”.


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