La historia del escritor que huyó de Almería para sentirse libre

Agustín Gómez Arcos nació en Enix hace 90 años y murió en París hace un cuarto de siglo

Agustín Gómez Arcos, en una imagen de los años 70 en París.
Agustín Gómez Arcos, en una imagen de los años 70 en París.
Manuel León
12:41 • 04 nov. 2023 / actualizado a las 21:00 • 04 nov. 2023

Uno lo imagina escribiendo en un cuaderno con sus manos de campesino almeriense en su buhardilla parisina de Montmartre, ese  barrio de evocaciones bohemias donde vivió gente como Picasso, Van Gogh o Edith Piaf; uno lo imagina cansado, con la edad de un recién jubilado, carcomido ya por el sida, pero con el rotulador en la mano, trazando perfiles psicológicos, tramas, viajes interiores, geografías, mientras fuera, por la ventana, se advertía un París bullicioso, donde ya nadie buscaba el mar debajo de los adoquines. Estaban los pintores sentados en sus taburetes junto al Sena, los chamarileros, los vendedores de limonada, los fotógrafos congelando besos de parejas de enamorados. Era 1998, estaba Agustín rodeado de amistades que tomaban té y leían libros con hojas secas dentro, pero ese ya no era su París, aunque él seguía siendo el mismo hombre libre, un hombre que se moría.



Uno lo imagina también muchísimos años antes a Agustín Gómez Arcos, cuando fue un niño de pueblo, del pueblo de Enix, cuando era un niño rojo, en esa calle que hoy lleva su nombre; el séptimo hijo de un alcalde republicano, el niño pequeño de la familia al que le dejaban la tarea de apacentar las cabras o que acompañaba a su padre al Marchal a por esparto; y uno lo imagina también como alumno de Celia Viñas en el Instituto de Almería, redactándole a sus compañeros los apuntes para ganarse sus primeras monedas. 



Todos esos escenarios, esos paisajes, esas vivencias, fueron la argamasa con la que Agustín -el escritor maldito, el escritor libre, el escritor inclasificable- edificó el cañamazo de su literatura. Porque antes que escritor combativo, anarquista libertario, Gómez Arcos -ahí están sus libros, sus novelas, sobre todo El cordero carnívoro- fue un orfebre del lenguaje, un joyero diestro, brillante, original, de los sustantivos y de los adjetivos, de las metáforas y de las alegorias, un escritor diésel y gasolina, un autor también eléctrico que lo mismo desparramaba por  la rima que trotaba por la paramera de la prosa que merodeaba el género dramático. Era tan libre, este enixero, tan desconcertante, tan desconocido hasta los 90 en su tierra natal, que cuando intentaban que ingresara en algún club, en alguna corriente, en alguna generación, huía despavorido, como si se le estuviera escapando una cabra en un risco de su niñez. Agustín escribió en francés, pensó en francés, soñó en francés, pero el barro de sus historias eran sus recuerdos almerienses, su memoria de niño enixero, su adolescencia con la señorita Celia.



Tras enterrar a su maestra del alma, marchó a hacer el servicio militar a Seo de Urgel, un tiempo que aprovechó, entre imaginarias e instrucción, para escribir poesía. A Barcelona emigró con su familia en los años 50, huyendo de la lacra del franquismo pueblerino que fue el peor de todos y allí renegó de los estudios de Derecho que sus padres le quisieron imponer. La anarquía, la rebeldía, le acompañó ya para siempre a este hombre incomprendido, a este autor maldito que siempre hacía, que siempre escribía lo contrario de lo que esperaban de él, como un Garrincha como un Vinicius como cualquier regateador brasileiro del que nunca sabes por dónde te va a fintar. 



En vez de estudiar leyes, se introdujo Agustín en el mundo del teatro universitario barcelonés y escribió su primera novela, El pan, que le serviría de anticipo para su aplaudida obra en francés El niño pan en la que rememora, por ejemplo, las migas infantiles que hacía en una paila su tita Virtudes.



Las desavenencias con sus padres le impulsaron a marcharse a Madrid en 1958 donde malvivió con malos trabajos, viviendo en una pensión regentada por una antigua cupletista. Allí escribía teatro y llegó a ganar  dos veces consecutivas el premio Lope de Vega que le fue retirado por la censura. Un alma libre no podía vivir en un país domado por falangistas y por la Iglesia, en un territorio estabulado en lo que todo era susceptible de escándalo. E hizo de nuevo Agustín el petate y se autoexilió a Londres, una ciudad llena de vida en 1966 donde sonaban los Beatles y los Rolling Stone, donde la gente se drogaba con LSD para componer obras maestras y donde se hacía el amor y no la guerra, pero al no ver colmadas sus expectativas literarias, aunque sí vitales, decidió irse a París en pleno mayo francés, cuando París era una fiesta y donde ese muchacho de Enix se sintió como pez en el agua, disfrutando de las nuevas corrientes culturales. Allí se empleó como camarero en un café al tiempo que representaba pequeñas obritas de teatro para los clientes que él mismo escribía por las noches. Allí conoció al catedrático de la Sorbona, Jacinto Soriano, también almeriense de Uleila, que le ayudó. Un día lo llamaron de una editorial y se puso a escribir de forma profesional. Fue cuando la maquinaria de su escritura, de su talento ungido en la lejana Almería, se puso a pleno rendimiento publicando novelas como El cordero omnívoro, María República o Ana No, basada, ésta última, en una historia real que le relató su madre.  Escribía a mano, con letra apretada, en libretas que llenaba de parches como si fueran la rueda de una Orbea. Escribía en francés, pero su inspiración era española, almeriense, la fuente de la que bebía, la despensa de la que se nutría era el Enix de su infancia, el Enix de su sentimiento de niño perseguido, incomprendido por homosexual y por hijo de rojo. Escribía -escribió toda su vida- con ese resentimiento que siempre tienen los perdedores, como si el árbitro no hubiese estado a la altura. 



Ahora se cumplen 25 años de su muerte, de uno de nuestros autores más geniales y más sepultados. Sus huesos están en París, en el cementerio de Montmartre, junto a Zola y Dumas, pero sus sueños estuvieron siempre el Enix, el pueblo que nunca lo comprendió, el pueblo en el que quisieron quitarle su nombre a la calle en la que creció, el único gesto que su tierra natal tuvo en 2004 con un genio que tuvo que irse a Francia y escribir en francés para salir de la lámpara y brillar, un autor del que aún no se ha traducido al español ni la mitad de su obra. 




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