El club almeriense de los poetas muertos

De Almutasim a Villaespesa, del Poeta Ciego a Plácido Langle, de Durbán a Manolo del Aguila

El poeta  Sotomayor, a la izquierda, en 1900, con su hermano Alberto en el centro, y  su amigo César Rubio. Cortesía Juan Leal.
El poeta Sotomayor, a la izquierda, en 1900, con su hermano Alberto en el centro, y su amigo César Rubio. Cortesía Juan Leal.
Manuel León
07:00 • 09 sept. 2018

Cada pueblo tiene su poeta de guardia, como tiene su río o su iglesia, como tiene su vieja detrás del visillo o su leyenda silenciada; cada villa tiene - o debería tener- un rápsoda  de sus atardeceres por la colina, un agrimensor de sus tejados bruñidos por el sol, un cantor de sus gentes,  un alquimista de sus aromas y de sus silencios, un  perito en métrica sonora e irreprochable; cada tierra debería tener ese vate capaz de brindarle  unas estrofas, por ejemplo, a las moscas, como Machado, o a la cebolla, como Miguel Hernández. 



Casi todos los caminos  que conducen a la Puerta Purchena han tenido un bardo centinela capaz de sacarle el jugo a una blanca azotea, a una luz cegadora, a un azul infinito. Qué hubiera sido del metal de sus entrañas, de sus uvas como luceritos, si nadie las hubiera   hecho germinar en floridos versos. El semblante eterno de la Plaza Vieja, el rumor del agua del Cañillo, las nieves de Bacares, las barquitas de El Alquián, tendrán siempre  vida propia desde que adquirieron esa pátina de inmortalidad que les dio la tinta, composiciones que fueron recitadas con pulcritud almibarada en aquellos  Juegos Florales en el Ateneo, en el Círculo o después, bajo la luna de La Alcazaba en los Festivales de España.



Casi siempre se ha dicho que Almería, en el cañamazo del arte, ha sido, por encima de todo, tierra de pintores, de retratistas, más que de escritores, más que de poetas. Sin embargo, la nómina de líricos, de juglares, tanto de autores consagrados como de ‘trovadores de pueblo”,  o de alocados compositores de ripios en periódicos,  es más fecunda de lo que pudiera parecer.



En el más alto pedestal de la poesía provincial, por su eco, por sus logros, por su legado, merece colocarse a Francisco Villaespesa, el gran narrador del modernismo, el talento que nació -decía él- en la misma casa de Aben Humeya, en su Laujar del alma. Nadie de esta provincia fue tan fecundo en el arte de rimar como el autor de El Alcázar de las perlas, que dejó escritos 51 libros de poemas,  25 obras de teatro, y que viajó por toda Latinoamérica para volver ya moribundo poco antes de la Guerra Civil. 



El hijo de un terrateniente de la minera Cuevas fue el  alter ego  del laujareño en el levante almeriense: José María Martínez Alvarez de Sotomayor, que nació tres años después que su admirado Villaespesa, compartió con él, en la tierra de la plata, ese espejismo islámico tan en boga en los primeros años del siglo cambalache, junto a su afición por el teatro. Pepe Soto tuvo el valor de convertir al campesino de su tierra en Caballero del campo y de escribir de su idiosincrasia y de sus vicisitudes, con el habla popular, convirtiéndose en un paladín de la poesía regionalista con un léxico  del que emanan muchos vocablos que salvó del olvido.



Vivió Sotomayor una vida de sabores y sinsabores, con el amargo sentimiento de que sus paisanos nunca valoraron su esfuerzo por ensalzar sus benditas tierras del Almanzora. Por eso dejó escrito en su testamento que lo enterraran de madrugada, de incógnito, para que no pudieran acompañarlo en su último viaje aquellos mismos que tanto le zahirieron en vida. 



Fue coetáneo de Sotomayor y seguidor de su estilo costumbrista, Antonio Cano Cervantes, el ‘Poeta ciego’ de Garrucha, que legó una producción tan escasa como honda de sentimiento. Destacó, desde su invidencia, como un docto instrumentista de guitarra y es considerado uno de los primeros poetas dialectales de la provincia que describía con asombroso realismo el ambiente de su época.



El brillo de los primeros poetas almerienses se hunde, sin embargo, en la noche de los tiempos arábigos, cuando la ciudad heredera de Pechina se convirtió en un semillero de sufíes heterodoxos y cuando Almutasim -el rey poeta- fue coronado, a mediados del siglo XI, soberano de la Taifa de Almería. Fue un hombre de letras más que de armas y se rodeó en su corte de los más granados intelectuales del momento.Su hija Ummal Quirán fue una célebre poetisa, al igual que Raihana, citada por Florentino Castro Guisasola. Purchena tuvo también su poeta árabe, Ibn Jalí, Abla a Ben Ahmed conocido como ‘El ablí’ y Berja a Ibn Sharaf. 


Desde mediados del XIX, con el refinamiento de las costumbre y el culto por las artes como consecuencia del progreso económico propiciado por el comercio de uvas y minerales, fue brotando un plantel de jóvenes aficionados a la poesía que veían publicadas sus composiciones en periódicos de la época y en algún librillo editado en la imprenta de Orihuela, Cordero o Duimovich.


 Pertenecieron a este club capitalino intelectuales y periodistas como Plácido Langle, Antonio Ledesma, Paco Aquino, José Durbán, Gutiérrez de Tovar, Mariano Alvarez, suegro de Carmen de Burgos o el propio Francisco Rueda López, fundador de La Crónica Meridional.


Entre los poetas- además de otras ocupaciones- que salieron de Almería destacaron Fermín Estrella y Juan Millé, hermano de la también autora Isabel Millé. Otra lírica almeriense, que residió en México, fue María Pérez Enciso y como poetisa de adopción, Celia Viñas, la mujer que marcó una época en la historia de Almería. 


En la nómina de pueblos o aldeas con poeta muerto aparecen Enix, con el dramaturgo Agustín Gómez Arcos, quien escribió también varios libros de poesía;  El Alquián, con los versos de Manolo del Aguila; Albox, con Juan Berbel, el autor de Las Pocicas; Vera con Eusebio Garres, el historiador con alma de poeta; Dalías y sus Ramón Giménez Lamar y Baltasar Lirola; Fondón, con  Bernardo Martín del Rey; Adra, con Enrique Sierra; Antas con Antonio Jesús Soler Cano: Cuevas, con Miguel Márquez y Miguel Molina, además de Sotomayor; Arboleas, con Martín García Ramos; Veléz Rubio, con Antonio Carrasco, el amigo de Espronceda, quien vivió en Almería, como también lo hizo Valente y como ahora lo hace el nuevo ídolo Houellebecq.


Hubo también trovadores populares, repentizadores, más de garganta que de letra: Ginés el Maquinilla, de Cuevas; El Parraro, de Los Lobos o Joaquín Bernabé, del Arroyo Aceituno, herederos de aquellos Pedro El Morato o el trovero Castillo. 


Y en el altar de los poetas vivos resplandece, con 92 años, la llama del decano Julio Alfredo Egea, el poeta de Chirivel, a quien quizá se valore con el justo rasero cuando ya no esté entre nosotros.



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