Jugar con cualquier cosa

El juego y la libertad de la calle estaban por encima de cualquier juguete

Niños en 1970 jugando con una cámara de moto y con una muñeca rota. Barrio de la Chanca.
Niños en 1970 jugando con una cámara de moto y con una muñeca rota. Barrio de la Chanca.
Eduardo de Vicente
15:42 • 19 oct. 2023

El juego y la libertad que te proporcionaba la calle estaban por encima de cualquier juguete. No conocí jamás un juguete que tuviera más valor para un niño que la compañía de otro amigo aunque fueran con las manos vacías en la intemperie de un solar abandonado.



Una vez que tu madre te dejaba salir a la calle tenías en tus manos las llaves del cielo y la posibilidad de volar alto sin vigilancia, el privilegio de dejar correr tu imaginación, capaz de inventar un juguete con cualquier cosa. Bastaban unas simples piedras, de las que estaban tiradas en medio de la calle para disfrutar jugando al tres con rayas, a derribar los bolos o a la rayuela. A los niños de mi barrio nos gustaba mucho practicar el tiro, jugar a la puntería colocando botellas de vidrio encima de la tapia de un solar y haciéndolas añicos a fuerza de pedradas.



Quién no tuvo una bici que de vieja se había quedado sin frenos y había que utilizar la suela de los zapatos para pararla. Quién no se fabricó alguna vez una barco o un avión con una hoja de papel de periódico. Quién no jugó al fútbol sin balón, con una botella vacía de lejía o con una patata. Un palo cualquiera podía ser una espada y un alfiler de la ropa la pistola del Coyote



Con una humilde cuerda las niñas se pasaban las horas jugando a la comba mientras los niños las mirábamos con devoción esperando que un soplo de viento cómplice les levantara un poco más las faldas. Con una cuerda jugábamos a los saltos de altura, a los prisioneros y a escalar las fachadas de las casas. A veces éramos crueles y organizábamos peleas de hormigas o cazábamos moscas al vuelo para cortarles las alas y jugar a las carreras, juegos que hoy estarían prohibidos. Tampoco estaría bien visto aquello de subirse en los terraos al anochecer para cazar murciélagos con un palo largo y un trapo oscuro en la punta.



Jugábamos con la pelota rota, con la bici sin ruedas y con aquel coche de pedales que en su día fue el lujo de la casa, pero que por el uso diario y por los años había perdido los pedales y para que funcionara había que ir dándole empujones por detrás y buscar las cuestas más empinadas. 



Tocábamos la guitarra de feria que se había quedado sin cuerdas, con el tambor agujereado y sin pellejo, con el parchís al que se le habían ido perdiendo las fichas y la habíamos remplazado por garbanzos y habichuelas. Jugábamos con el coche teledirigido sin cable y sin pilas, con las viejas muñecas mutiladas y medio desnudas que las niñas iban heredando de generación en generación, con aquel monigote de cuerda que tocaba un tambor que se había quedado sin movimiento, con el correaje del Oeste al que le faltaban las pistolas.



En mi casa, cuando un juguete se quedaba en desuso, sin otro hermano que lo heredara, mi madre lo adecentaba y lo guardaba para dárselo a un pobre. Los que habíamos alcanzado el estatus de clase media ya no nos conformábamos con un juguete viejo porque nos habíamos acostumbrado a tener los que tanto nos ilusionaban en el escaparate de la tienda de Alfonso. Los sábados al mediodía aparecía por el barrio alguno de aquellos pobres de solemnidad que bajaba de los suburbios con su saco y su carro de madera. Junto a la ropa usada, el pan duro y los desperdicios que le guardaba mi madre, a veces se llevaba también el regalo inesperado de un juguete roto que pasado por la imaginación de uno de aquellos niños  pobres volvía a recobrar todo su esplendor.



Una vez en la calle, la importancia del escenario estaba siempre por encima de los objetos. Los juguetes cobraban más valor dentro de las casas, en la soledad de un dormitorio, pero en la calle podían quedar relegados a un segundo plano porque no eran imprescindibles. 


Una vez que empezábamos a jugar al fútbol podíamos seguir el partido aunque el balón se pinchara, aunque al globo que llevaba dentro le saliera un chichón a través de la costura. Cuando el balón de cuero se rompía no lo tirábamos. Lo llevábamos al zapatero para que le cerrara de nuevo la costura y le dábamos una mano con aquella grasa de caballo que vendían en Curtidos Ruiz para que al menos nos durara un mes más. Un balón de cuero fue para muchos de nosotros nuestro primer gran tesoro de la infancia, todo un lujo para los que estábamos hechos a jugar con las pelotas de goma. 


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