El orden que nos trae septiembre

Las primeras lluvias se llevaban los últimos rescoldos del verano sentimental

Un día de lluvia en septiembre a comienzos de los años 70 en el Paseo. Con la primera borrasca los almerienses sacábamos del armario las rebecas
Un día de lluvia en septiembre a comienzos de los años 70 en el Paseo. Con la primera borrasca los almerienses sacábamos del armario las rebecas
Eduardo de Vicente
23:49 • 04 sept. 2023

El verano nos dejaba despeinados, llenos de sol y arena y con todos nuestros cajones interiores revueltos. En verano recuperábamos nuestra condición de niños silvestres y el contacto diario con la libertad de la playa y las interminables noches de calle nos instalaban en un estado de felicidad permanente en el que nos hubiera gustado permanecer toda la vida. 



Pero el verano se nos escurría entre los dedos como el agua del mar y sin apenas tiempo para poder digerir tanta alegría aparecían en el horizonte las sombras del mes de septiembre, con su larga lista de obligaciones, con su retahíla de deberes y nuevas promesas, con su condición natural para ordenarnos la vida y rescatarnos de la holgazanería tras dos meses de vacaciones. Los almerienses sentíamos más esos cambios que nos traía septiembre porque llegaban después del tumulto de la Feria y sin apenas tiempo para digerir  la transición, pasábamos del todo a la nada de un día a otro. 



El mes de septiembre siempre nos traía ese chaparrón que arrastraba hasta las alcantarillas los últimos rescoldos del verano sentimental. Como barcos de periódico, allí iban todas nuestras ilusiones, convertidas en papel mojado. A veces, ese primer chaparrón que nos anunciaba el final del verano apretaba más de la cuenta y la borrasca nos llenaba de charcos y de barro las calles, nos dejaba las primeras goteras en los terraos y resucitaba el viejo y seco cauce del río. Entonces no existían las danas ni las gotas frías, ni el hombre del tiempo tenía medios para decirnos un día antes la que nos iba a caer encima, por lo que el temporal también nos cogía desprevenidos, como septiembre.



Mientras los feriantes terminaban de recoger los últimos cacharros, llegaba la luz de septiembre para dejarnos completamente a oscuras. Cuando al colocar en el armario el pantalón de domingo de aquellas últimas noches de Feria descubríamos el boleto abandonado de la tómbola, o el ticket del bocadillo de los Díaz, nos daba un vuelco el corazón al recordar todo lo que se nos había quedado atrás, los días felices de amigos y playa que nunca volverían, porque si de algo estábamos seguros, es de que no había dos veranos iguales.



Septiembre era el mes de volver al colegio, de pasar ese mal rato del primer día, cuando de camino a la escuela sentías ganas de llorar, cuando te aliviaba el llegar a clase y descubrir que no estabas solo, que volvías a encontrarte con los compañeros del curso pasado, aunque todos nos sintiéramos un poco distintos después del estirón del verano. Sí, nadie era el mismo después de un verano y cuando llegaba la hora del reencuentro, uno tenía la impresión de que en vez de dos meses y medio habían transcurrido varios años.



Septiembre, con todos sus fantasmas, también tenía sus alicientes y sus cosas positivas. Septiembre nos ordenaba la vida, nos imponía su horario riguroso y sus costumbres: las comidas puntuales, el colegio, los recreos, las tareas y la esperanza de que ya faltaba menos para el próximo verano.



Septiembre eras el mes de la Liga. El fútbol comenzaba cuando empezaban los colegios y se convertía para muchos de nosotros en una ilusión a la que nos agarrábamos como el náufrago se abraza a una tabla de madera en mitad del océano. En septiembre llegaban los cromos de los futbolistas para que nos pasáramos los recreos cambiando estampas. Sacrificábamos la peseta del regaliz y el chicle para poder disfrutar de ese milagro del sobre de estampas. En aquellos años a los futbolistas apenas los veíamos por la tele, porque echaban un partido de vez en cuando, por lo que necesitábamos coleccionar el álbum de la liga para aprendernos de memoria sus nombres y sus caras. 



Septiembre era el mes de los lápices de colores y de los libros. Cuando mi madre me compraba el estuche, unos días antes de empezar el colegio, me pasaba las horas enteras tocando la madera de los lápices y oliendo el perfume de las gomas. Recuerdo también, con especial emoción, el momento de comprar los plásticos en la papelería para forrar los libros, que entonces eran un tesoro que tenía que sobrevivir más de un curso para que les sirvieran al hermano que venía detrás.


Septiembre era el mes de los nuevos amores. Cuando volvíamos a clase ya habíamos olvidado a la niña que nos gustaba el curso anterior y automáticamente nos enamorábamos de la compañera que acababa de llegar. La novedad siempre fue uno de los grandes alicientes cuando tocaba enamorarse.


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