Las entrañas de la ciudad y sus ‘tesoros’

En 1928 salió a la luz el pozo de la antigua noria del Hospital que predecía los terremotos

Eduardo de Vicente
01:32 • 06 abr. 2023

A comienzos de 1929, no pasaba un solo día sin que tras los muros de La Alcazaba o bajo el suelo de Almería no se registrase un nuevo descubrimiento que sacara a la luz las riquezas y la mucha vida oculta en las entrañas de la ciudad. En cualquier obra que se ejecutaba surgía la posibilidad de encontrar vestigios de civilizaciones pasadas, extendiendo la creencia de que en algunos lugares, bajo la tierra, todavía existían grandes tesoros.



En los primeros días del mes de enero, apareció un silo, un pozo de cerca de veinte metros de profundidad, en las inmediaciones del puerto, y unos días después, fue descubierto un hermoso capitel, preciosamente tallado, en La Alcazaba. Un año antes, en 1928, había aparecido un extraordinario cementerio árabe en la plaza de San Roque y dos profundas galerías en la calle de Fernández que llegaban hasta el mismo corazón del castillo. Tanto la necrópolis como los pasadizos fueron tapados inmediatamente por orden de las autoridades.



Por aquel tiempo, finales de 1928 y comienzos de 1929, se estaban llevando a cabo en el Hospital Provincial grandes obras para mejorar sus instalaciones. Mientras se estaban realizando las excavaciones para la construcción del lavadero, salió a la luz el pozo de la antigua noria que abastecía el establecimiento. Don Joaquín Santisteban, cronista de la ciudad, escribió entonces que sin lugar a dudas se trataba del pozo de la vieja noria, que él recordaba desde el año 1879, cuando siendo un niño visitó el lugar y vio con sus propios ojos aquel manantial inagotable que le daba  agua al benéfico establecimiento.



Contaba el cronista que lo más curioso del pozo no era su mayor o menor cantidad de agua, ni la potabilidad de la misma, ni la crecida que experimentaba en los secos meses de verano, al contrario de todas las corrientes, sino que los más sorprendente era que servía como sismógrafo marcando con precisión admirable la intensidad de cada sacudida sísmica. Decía Santisteban que siendo él un chicuelo, cuando figuraba como capellán del Hospital el ilustrado sacerdote don Antonio Andújar, hombre de espíritu observador, notó que a veces subía el agua de una manera prodigiosa, y como coincidiera tal fenómeno con terremotos más o menos violentos, desde  entonces dedicó parte de sus investigaciones a estudiar los fenómenos de aquel pozo.



Mirando el pozo varias veces al día, el clérigo podía vaticinar las sacudidas de tierra y su peligro, aunque su gran descubrimiento, las más de las veces, era tomado por un disparate por la mayoría de sus contemporáneos, que se negaban a creer lo que les contaba el cura. 



El cronista de la ciudad estaba siempre alerta de las excavaciones que se realizaban en Almería por si bajo el suelo aparecían restos arqueológicos o alguno de los tesoros que la gente aseguraba que estaban ocultos bajo la tierra. 



A comienzos de los años treinta, Santisteban alertó a las autoridades municipales de que en el caso de que empezaran a realizarse las obras del alcantarillado, que estaban en proyecto, sería oportuno nombrar un comité de expertos para examinar y evaluar los muchos hallazgos que se iban a encontrar. 



En aquellos tiempos la aparición de restos bajo el suelo era contante, cada vez que se realizaba una obra. Al hacer los urinarios de la Plaza de la Constitución los obreros que en excavaban con las piquetas, descubrieron un gran número de huesos y monedas romanas. Al quitar la fuente que había en el centro de la Plaza de Pavía, salió a la luz un ánfora de gran tamaño lleno de pequeñas monedas cuadradas del tiempo de los árabes. El descubrimiento originó tal revuelo en los vecinos del Reducto que hubo muchos que por su cuenta y riesgo hicieron un cursillo acelerado de arqueología excavando en los patios en busca de nuevas piezas.  Una mujer habitante de la calle de Fernández, en la ladera de La Alcazaba, llamada María ‘la carrera’, se  encontró una moneda  de oro que según dijeron los expertos, era de los tiempos de Tiberio; la vecina la había vendido a un trapero por seis duros. 


Los túneles y grutas surcaban el suelo de los almerienses, ocultando grandes sorpresas. En la calle del Azogue, apareció un sepulcro de mármol, del que sólo se pudo extraer la cabecera, oculto bajo las inmundicias de un pozo negro. Existía entonces una leyenda urbana, que según se aseguraba estaba basada en hechos reales, de que la zona más antigua estaba recorrida por numerosas galerías que permitían atravesar la población de un barrio a  otro. Había constancia de una extenso pasadizo subterráneo que partiendo de la calle de Almanzor Baja (hoy José María de Acosta),  penetraba en la Almedina. El ilustre doctor que fue presidente de Cruz Roja en Almería a comienzos del siglo pasado, Andrés Leal de Ibarra, contaba que siendo niño penetró en una galería de la Plaza de Marín que tenía una altura de un hombre a caballo y que por su profundidad parecía no tener fin. Se aseguraba entonces que tenía la salida más allá del Quemadero.


Pero el más curioso de todos estos pasadizos, según escribió don Joaquín Santisteban era la galería del convento de las Puras, tan antigua como el edificio. “Dicha galería, que no conocen ni las religiosas, presenta la entrada en forma de pozo y descendiendo por escaleras conduce a una habitación cuadrada, de donde parten varias galerías laterales. Tiene la altura de un hombre con los brazos levantados y el ancho de dos cuerpos”, dejó escrito el infatigable cronista.


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