La Almería del solar y el descampado

Los solares eran el refugio de los niños en medio de la ciudad

A finales de los 60 el cerro de la Molineta era un escenario de solares y descampados que resistían el avance de los pisos del barrio de los Ángeles.
A finales de los 60 el cerro de la Molineta era un escenario de solares y descampados que resistían el avance de los pisos del barrio de los Ángeles.
Eduardo de Vicente
20:59 • 30 mar. 2023

Los solares eran el refugio de los niños en medio de la ciudad. Doblabas una esquina y te encontrabas con un terreno que se había quedado libre tras el derribo de una casa antigua, un solar medio abandonado que allí permanecía, a veces durante años, hasta que alguien decidía urbanizarlo. Los solares eran de tierra y estaban expuestos a las malas hierbas, a la basura, a los muebles viejos, a los gatos callejeros y a los niños que profanaban sus tapias de ladrillo como si fueran gatos.



Aquellos solares de los viejos barrios eran un paraíso infantil antes de que las calles se llenaran de grandes bloques de pisos y los coches las hicieran intransitables. Por los solares merodeaban los gatos y los niños, que aprovechaban la tierra del suelo para escarbar y hacer los hoyos para jugar a las canicas, que aprovechaban las piedras para hacer los postes de las porterías y utilizaban las tapias para esconderse de las miradas de los mayores. Los solares de los barrios estaban llenos de aquellos primeros besos a escondidas y de los primeros cigarrillos de la infancia. Allí donde no llegaban los ojos de los padres empezaba el reino de la libertad para los niños de solar y callejuela.



Almería fue una ciudad de solares en los primeros años setenta, una época en la que la vieja ciudad moría a manos del desarrollismo que llevó los pisos a todos los barrios. La zona de la playa se llenó de solares cuando la vega fue perdiendo presencia, víctima de la construcción sin límites. Durante algunos años, convivieron los grandes espacios baldíos, donde iban los niños a jugar al fútbol, por donde pasaban los rebaños de cabras al atardecer buscando los últimos restos de hierba, con los gigantes de hormigón que llenaron de apartamentos la franja costera. A comienzos de los setenta, barrios en continuo crecimiento como la zona de Villagarcía y San Miguel, carecían aún de alumbrado público, que no llegó hasta el verano de 1973. 



El Zapillo fue también un reino de solares, fruto de los espacios libres que iban quedando cuando una finca que antes había sido vega se quedaba desierta. Una estampa de la época es la de los niños jugando al fútbol en una explanada, rodeados de restos de cañas y matojos, y al fondo los edificios de nueva construcción que nacían al lado de un establo donde todavía era posible ir a comprar la leche recién ordeñada. En ningún otro lugar como en el Zapillo se respiró el cambio de ciclo, envuelto en una atmósfera en la que se fundían la brisa del mar, el olor profundo de los establos, los aromas a verdura que llegaban de la vega y el rastro a vida nueva de los pisos recién construidos.



Hubo solares que permanecieron años en pie, como el que quedó en la calle de Pedro Jover cuando derribaron el viejo Hogar y la fábrica de almendra. Allí llegaban los niños para jugar al fútbol y allí montaban los circos en invierno. En la Plaza de la Catedral, en la esquina de la calle Eduardo Pérez, existió otro gran solar por donde pasaron todos los golfos del distrito, convictos de traficar en revistas eróticas y cigarrillos mentolados.



A los solares lejanos, a los que nunca habían conocido el progreso ni la urbanización, les llamábamos descampados y formaban parte de nuestras aventuras inconfesables. El descampado era un territorio fronterizo, el límite entre la ciudad y la vega, un escenario que no salía a tu encuentro, sino al que había que llegar.



Para los niños de la posguerra, los descampados empezaban al otro lado de la Rambla, donde las siluetas de las nuevas construcciones dibujaban sombras espectrales sobre los despojos de fincas y restos de bancales. El descampado tenía un aire desolador y el misterio de los lugares prohibidos. Era un estado sin dueño, la patria de las pandillas de desocupados que conquistaban sus miserias con la coartada de jugar un partido de fútbol o de organizar una de aquellas guerrillas a pedradas en las que se ponía en juego el honor de tu calle.



El descampado estaba al otro lado del mundo y empezaba donde se apagaban los ruidos  y donde no llegaban las leyes. El más cercano que tuvimos fue el que se extendía entre la Carretera de Ronda y el puente de los Arcos, antes de llegar al barrio de Ciudad Jardín. Aquel escenario fue un descampado con doble moral al que iban las mujeres de la vida a ganarse unos duros por un minuto de amor postizo.



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