Las casillas de ventana y chimenea

Los barrios estaban poblados de aquellas casas humildes que respiraban por el patio

Casas al norte de la Avenida del Mar, en el sitio conocido como Huerta de la Salud, con sus ventanas a la calle y con sus chimeneas.
Casas al norte de la Avenida del Mar, en el sitio conocido como Huerta de la Salud, con sus ventanas a la calle y con sus chimeneas.
Eduardo de Vicente
20:13 • 02 mar. 2023

Les llamaban casas obreras por su sencillez y porque fueron las viviendas de las familias humildes de Almería. Estaban distribuidas por todos los barrios de la ciudad. Una de aquellas casillas de puerta, ventana y en muchos casos también de chimenea, te la podías encontrar en el Quemadero, en el Barrio Alto, en el Reducto, en el cerro de la Chanca o en cualquier calle de las que rodeaban la manzana de la plaza del Ayuntamiento.



Casi todas respondían a un diseño parecido: casa de planta baja con la ventana pegada a la puerta y un pasillo por el que iban apareciendo las habitaciones. Solían ser pequeñas, como mucho de tres dormitorios y la mayoría contaba con un patio que era el respiradero de la vivienda y el escenario donde estaba la pila de lavar la ropa, el váter y la escalera que subía al terrao.



El patio solía estar al lado de la cocina, por lo que era el lugar idóneo para enterarte de lo que estaba preparando para el almuerzo la vecina. En los patios y en los terraos donde había chimenea se iban mezclando los olores de las casas: el de la ropa recién lavada, el de las migas con sardinas asadas de los días de lluvia, el del café que con puntualidad británica anunciaba el comienzo de un nuevo día.



El patio tenía su pila de piedra donde las madres lavaban la ropa a diario y donde nos metían a los niños para asearnos cuando llegaba el buen tiempo. La pila llegó a ser nuestro primer potro de tortura cuando lavarse, aunque fuera una vez a la semana, era un sacrificio. En el suelo del patio se ocultaba el pozo negro antes de que llegara el alcantarillado. Ese agujero infecto recogía los deshechos del váter, que también formaba parte del entorno del patio, hasta que un día estallaba con todo su esplendor de malos olores y había que llamar con urgencia al basurero para que a fuerza de espuertas lo dejara inmaculado.



Las casas con patios espaciosos tenían su escalera de obra, que permitía a los niños estar todo el día subiendo y bajando, en una época donde muchos nos refugiábamos en el terrao cuando nos arrestaban y no nos dejaban salir a jugar a la calle. Los castigos se suavizaban brincando por las azoteas, jugando a invadir el territorio del vecino para mirar a escondidas su patio o el trozo de cocina que aparecía por el hueco de la chimenea.



En la casa donde no había metros para construir una escalera se conformaban con una de madera, la que se utilizaba para subir al terrao, para pintar la fachada o para colgar un cuadro en una pared. Quién no tenía una de aquellas escaleras de madera, manchada por el tiempo y por la cal y remendada con una soga.



Aquellas casas humildes  de nuestros barrios tenían al pasillo como hilo conductor. En los veranos, cuando apretaba el calor, un buen remedio para combatirlo era abrir la puerta de la calle y la del patio a la vez para que se formara un chorro de aire fresco en el pasillo. En invierno se solía escuchar aquella frase que decía: “Niño, cierra la puerta del patio, que hay corriente y vamos a coger una pulmonía”. En el suelo del pasillo de mi casa jugábamos al fútbol a escondidas y cuando llegaba el Tour de Francia, a las carreras con los ciclistas de plástico aprovechando el recorrido de las losas.



Una de las habitaciones más importantes era siempre el comedor. El nombre no se correspondía a veces con la realidad, ya que eran muchas las casas donde no se utilizaba para comer. Los almuerzos diarios se solían celebrar en la cocina y así se evitaba ensuciar el comedor, que se convertía en un espacio sagrado, el más limpio de la vivienda, en el que se recibía a las visitas los domingos y en el que se reunía la familia para cenar en Nochebuena.


En el comedor se juntaban los pocos lujos que entonces tenían las casas: el aparato de radio, la tele cuando llegó después y aquello que llamábamos el mueble bar, que tenía un compartimento con llave donde los padres guardaban los licores que sobraban en Navidad. Más de una vez, los niños de la casa jugábamos a profanar aquel territorio prohibido, cogiendo la llave de su escondite para empinarnos la botella de Marie Brizard.


En el comedor se colgaban los cuadros y los retratos de los niños vestidos de Primera Comunión, las fotografías de la mili y de la boda de los padres. En el comedor se cosía, se escuchaban las novelas y se recibía a las visitas. Era el escaparate de la casa, lo que se enseñaba, donde estaba la mesa grande de madera con el jarrón de flores, el espejo  que pillaba media pared y aquel juego de café que a alguien le había tocado en una noche de suerte en la tómbola de la feria. 


Muchas de aquellas casas llamadas obreras, tenían tan poco espacio que las habitaciones se separaban con cortinas en vez de con puertas y no existía un dormitorio para cada hijo, como ahora. En mi casa hubo una época en la que los cinco hermanos compartimos la misma habitación, repartidos en dos camas. También compartíamos el mismo armario, a veces hasta la misma ropa, y por las noches, nos tocaba compartir la escupidera que se colocaba debajo de la cama para no tener que salir desnudo al patio si te apretaban las ganas de orinar.



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