La sombra imborrable de ‘el Ventura’

Se han cumplido 20 años de la muerte de Buenaventura Ruiz, cofrade del Silencio y del Puga

El querido ‘Bentura’ en sus años de juventud viendo pasar el Cristo del Perdón.
El querido ‘Bentura’ en sus años de juventud viendo pasar el Cristo del Perdón. La Voz
Eduardo de Vicente
18:37 • 03 ene. 2023 / actualizado a las 20:00 • 03 ene. 2023

Cada año, cuando a primera hora de la tarde del 31 de diciembre paso por la puerta de Casa Puga y miró el rinconcillo, mi inconsciente me hace volver la vista y buscar la ausencia del Ventura, aquel querido personaje que nos dejó hace ya veinte años. Una buena definición de la felicidad podría pasar por describir al ‘Ventu’ en una de aquellas escapadas, cuando apostado en su esquina del bar crecía hasta rozar el cielo entre las bromas de los camareros y los gestos de complicidad de sus amigos.



Cuando pasabas por delante de la ventana veías su sombra, inmensa y redonda, como una señal inequívoca de que todo estaba en su sitio: el sol allá arriba y el Ventura apoyado sobre el mármol de la barra.



Aquella esquina del mostrador de Casa Puga que da a la ventana de la calle Lope de Vega estuvo reservada para él.  Allí se instalaba en sus ratos de ocio, cerca del retrato de la Virgen del Consuelo que decoraba la pared, pegado a la ventana para evitar los sofocos y saludar a los conocidos que pasaran por la calle, disfrutando de una perspectiva privilegiada que le permitía ver el tránsito del bar.



El ‘Ventu’ era el centinela del Puga, un cliente fiel que casi nunca faltaba a su cita con los amigos. El día que no podía ir el rincón se quedaba vacío y su ausencia no pasaba desapercibida para nadie.



Los camareros le servían sin preguntarle. Como era un hombre de costumbres fijas, siempre tomaba lo mismo, un tubo de cerveza sin tapa para no engordar.  Los kilos fueron su cadena desde niño y aunque hubo épocas en las que consiguió adelgazar, la pérdida exagerada de peso no le sentaba bien para la salud y le traía problemas físicos, por lo que no tardaba en recuperar su peso habitual.



Tan sólo hacía una excepción en su dieta, y era cuando olía el aroma de las almendras fritas que le llegaba de la cocina, entonces pedía un plato y recién sacadas de la sartén, ardiendo, se las comía en un suspiro.



Tenía también sus rarezas. Una de ellas era que no le gustaban las fotografías y salvo que estuviera muy contento y los amigos lo convencieran, nunca se dejaba retratar y se quitaba de los primeros planos cuando veía aparecer una máquina. Tampoco permitía que nadie lo invitara si no era un amigo muy allegado.



Para aquel que no lo conociera, el ‘Ventu’ podía parecer un tipo arisco y distante, pero en sus pequeños círculos, donde él se sentía a gusto, era un ejemplo de nobleza y de buen humor, tanto que había momentos en los que se reía de él mismo.


Durante un tiempo tuvo trabajo como vigilante de coches en los aparcamientos del ORA, pero lo que más le gustaba, donde encontró a los mejores amigos de su vida, fue en la iglesia de los Franciscanos. 


Tenía quince años cuando empezó a colaborar con la cofradía del Silencio, en una época en la que la hermandad estaba en constante ebullición. En el año 1979, cuando Buenaventura se  incorporó, un grupo de jóvenes había iniciado la reorganización de la cofradía tras varios años de desaparición. Allí se unió a los hermanos Juan y Rafael Aguilera, Manuel Vicente Barranco, José Antonio Sánchez, Fructuoso Pérez, Francisco Sierra, Miguel Aparicio, Federico Bueno y Miguel Sagredo, formando un equipo que consiguió la recuperación de la hermandad.


El ‘Bentu’ fue una figura imprescindible. Siempre dispuesto a colaborar, era uno de esos tipos de cofradía que se pasaban las horas trabajando por la hermandad sin pedir nada a cambio. En recompensa a sus constantes esfuerzos llegaron a darle el cargo de secretario general del Silencio. 


A veces, tal vez demasiadas, cuando la salud le jugaba una mala pasada, se tiraba un tiempo sin aparecer. Cuando se recuperaba volvía a su esquina de Casa Puga y a las tertulias de la hermandad dispuesto a apurar cada día como si fuera el último. 


En el invierno del año 2002 sus ausencias se alargaron y el rincón de la ventana  aparecía vacío todas las tardes. Su salud se fue apagando hasta que la enfermedad lo tumbó. Desde entonces, su recuerdo sobrevive como una sombra debajo del retrato de la Virgen del Consuelo, sobre el trozo de barra que él llenaba con su rotunda presencia.


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