Retrato de un niño que quiso ser torero

Luis Criado (1940-2022) estudió para maestro de escuela soñando con los toros

Luis Criado cuando retransmitía las corridas de Feria desde la Plaza de Toros para la Cadena Cope.
Luis Criado cuando retransmitía las corridas de Feria desde la Plaza de Toros para la Cadena Cope. La Voz
Eduardo de Vicente
20:00 • 12 dic. 2022

Llevaba cada piedra de la Plaza de Toros grabada en la piel, las piedras de las gradas donde tantas veces se sentó a disfrutar de una corrida y a contarla por la radio, y las piedras del suelo que cuando niño se le hincaban en las rodillas dejándole una huella sentimental de las que nunca cicatrizan. 



Luis Criado era un trozo de la Plaza de Toros, a ella estuvo ligado de por vida con la misma fuerza y la misma pasión con la que sintió a la Virgen de la Soledad, otra de sus grandes devociones. No se podría contar la historia de los toros en Almería en los últimos sesenta años sin su presencia, ni tampoco la evolución de la Semana Santa sin hacer un paréntesis en Luis Criado. Es difícil encontrar un personaje tan enraizado en la fiesta y en una hermandad y tan estrechamente abrazado a una ciudad a la que amó con locura. Quién no conocía a Luis Criado y quién no tenía la sensación, cada vez que se lo cruzaba por la calle, acontecimiento que ocurría a diario, de que su presencia era la señal inequívoca de que todo iba bien, que la Puerta de Purchena seguía en su sitio y de que el sol saldría puntualmente a la misma hora y por el mismo lugar.



Luis Criado del Águila vino al mundo a las cinco de la tarde del 18 de febrero de 1940, un domingo gris donde el viento del norte cortaba la respiración. No hubo inviernos más duros que los de posguerra, cuando hacía frío de verdad y la gente llevaba la huella del frío dibujada en los ojos y en las manos y las orejas salpicadas de sabañones. 



Nació en su casa, al calor de un brasero, entre las manos de la comadrona del barrio. Entonces, todos los niños nacían en la cama de su madre y sólo si el parto se complicaba pedían la ayuda de un médico o llevaban a la enferma al Hospital. Vivía en el número seis de la calle Rafaela Jiménez, una de esas callejuelas estrechas que rodean por el sur la iglesia de los Franciscanos. En aquellos años el lugar estaba sembrado de viviendas de dos plantas donde se agolpaban las familias numerosas. En tres o cuatro habitaciones respiraban  los padres, los hijos, los abuelos, y hasta alguna de aquellas tías solteras  que se reenganchaban a un familiar cercano huyendo del hambre y de la soledad. 



En la casa de Luis Criado sólo eran cuatro. Su padre, que también se llamaba Luis, era practicante de la Maternidad, aunque en los ratos libres apenas descansaba y se pasaba los días y las noches poniendo inyecciones por las casas. Eran tiempos en los que un practicante tenía la aureola de un médico y era un personaje querido y respetado.  Uno de los recuerdos más lejanos que Luis Criado conserva en  su memoria era el de su padre saliendo a deshoras de su casa, colocándose deprisa el abrigo, cogiendo la desgastada carterilla de cuero con las herramientas de trabajo y marchándose hacia el cerro subido en la bicicleta. Tenía la obligación moral de acudir cuando alguien requería sus  servicios, por muy tarde que fuera y aunque supiera de antemano que no le iban a pagar aquella ‘carrera’.  



Cuántas noches subía por las cuestas hacia el Quemadero y el Barrio de la Caridad, buscando una enferma en alguna de las cuevas perdidas del Camino de Marín y de la Fuentecica. El practicante, alumbrándose con el faro de la bicicleta, se abría paso en la oscuridad hasta que daba con el sitio. Cuando no lo encontraba solía acudir a la tienda o al bar más cercano, que eran el corazón de los barrios pobres. 



Luis podía haber aprendido el oficio de su padre y haberse  convertido en un prestigioso practicante, pero se fue por un camino distinto. A los siete años, mientras  su tío Miguel del Águila le hacía soñar con ser torero, el niño ingresó en el colegio de los Franciscanos donde se formó bajo la tutela de don Francisco Azor,  y después en La Salle, donde estuvo cinco años estudiando y adquiriendo una fuerte disciplina, como quería su padre.



Un día, el hijo del practicante que hubiera querido ser torero, empezó los estudios de maestro. Mientras hacia la carrera de Magisterio, Luis Criado tuvo su primer escarceo con la radio. Una tarde, don Arturo Medina, Catedrático de Literatura, se llevó a sus alumnos a participar en una obra del recordado programa ‘Teatro invisible’ de Radio Juventud, donde se hacían adaptaciones radiofónicas de grandes piezas literarias. 


José Villegas Llamas, entonces director de la emisora, se fijó en aquel muchacho espigado que hablaba con soltura delante de un micrófono con una voz contundente y profunda. Le propuso hacer unas pruebas y desde aquel día no dejó de hacer radio  sin perder nunca la vocación. Empezó haciendo anuncios hasta que le dieron la oportunidad con los discos dedicados, un programa de máxima audiencia que se emitía por la tarde y donde la gente llamaba para acordarse de un familiar “en el día de su santo”.


Luis Criado del Águila siguió en plena actividad hasta el último instante de su vida, haciendo sus  incursiones en la radio y emocionándose con las otras tres grandes pasiones que han marcado su existencia: Almería, los toros y la Virgen de la Soledad, a la que escoltaba cada Viernes Santo.



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