Las muñecas andaluzas de Casa Caparrós

Durante más de 60 años fue uno de los negocios de referencia en el entorno del Rinconcillo

Las muñecas andaluzas de Casa Caparrós.
Las muñecas andaluzas de Casa Caparrós. La Voz
Eduardo de Vicente
21:15 • 05 sept. 2022

En la Plaza de Manuel Pérez, en el entorno del Rinconcillo, reinó durante más de sesenta años la tienda de Casa Caparrós, un bazar especializado en regalos que fue también camisería, perfumería y paquetería. 



Allá por los primeros años setenta, cuando los domingos iba ver a mi tío a la parada de taxis que existía entre el kiosco de Amalia y el Oasis, me gustaba pararme delante del escaparate de Casa Caparrós y disfrutar del riguroso orden de sus vitrinas, donde las camisas se alineaban con una rigurosidad castrense.



La historia del negocio empezó a escribirse en los años veinte, cuando el joven empresario Diego Caparrós Galindo se instaló en el número tres de la entonces llamada Plaza de Nicolás Salmerón con un amplio surtido en perfumería y en productos de belleza. Desde un principio, su fundador quiso que Casa Caparrós fuera un bazar con gran variedad de artículos. Trajo camisas, corbatas y un extenso surtido en ligas que le dio fama en los pueblos de la provincia. Vendía carteras, bolsos, bisutería,  agujas, dedales, hilos y todo lo relacionado con la paquetería.



La aventura fue un éxito. El negocio echó raíces y no tardó en convertirse en uno de los más buscados por la clientela. En el verano de 1932, viendo los buenos resultados de la empresa, Diego Caparrós amplió su horizonte abriendo una sucursal, nada más y nada menos que en el centro del Paseo, en aquellos años llamado Avenida de la República. Una de las grandes novedades de aquellos años fue la aparición en el mercado del ondulador americano Marcellers, que solo se podía adquirir en Casa Caparrós, y en Mena, en la calle Castelar. Eran los tiempos de la colonia Farina Imperial que fabricaban en la destilería de Briseis. Entonces se despachaba también a granel, con aquellas medidas que se utilizaban para llenar las botellas.



Casa Caparrós aguantó el golpe de la guerra, sin apenas suministros en sus estanterías, para recobrar después todo su esplendor en la posguerra, donde volvió a convertirse en esa tienda de referencia tanto para el público de la capital como para clientes que venían de todos los puntos de la provincia. En aquellos años se vendían muchos bolsos y carteras, y tenían un gran tirón las muñecas con traje de andaluzas que eran muy apreciadas por los extranjeros que venían en los barcos. Lógicamente, la mayoría de los transeúntes que llegaban al puerto no sabían donde estaba la Casa Caparrós, por lo que la táctica del empresario consistía en hacer un pacto con los pimpes para que éstos les llevaran los clientes. Los pimpes eran los cicerones de aquel tiempo, algo parecido a los guías turísticos de ahora, pero que en vez de llevar a los forasteros a ver monumentos los conducían a las tiendas amigas, a las tabernas y a las casas de mala reputación.



Los años sesenta fueron de esplendor para la empresa. Cuando se acercaba el día de San José no se cerraba ni para el almuerzo y en vísperas de Reyes se formaban colas ante el mostrador. Lo que más se vendía como regalo en aquella época eran unos estuches para mujeres que traían colonia, coloretes y polvo para la cara.



Allí, en el mostrador de la tienda, hizo carrera el dependiente por antonomasia de la casa, un joven de Níjar llamado Antonio Sánchez, que en sus comienzos, allá por los años treinta, formaba parte de la empresa y de la familia, durmiendo en la misma vivienda que los propietarios. Estuvo toda la vida en Casa Caparrós, compartiendo el trabajo con otro empleado, Manuel Montoya, y con su porpia esposa, que era la cajera. Tras el fallecimiento del fundador de la empresa, en 1982, fue su hijo, Diego Caparrós Vicente, el que estiró la historia del establecimiento unos años más. 



Casa Caparrós forma parte de la memoria comercial de la ciudad y de aquel entramado de grandes negocios que convivieron en el Rinconcillo, en ese pequeño islote que formaban en la parte norte de la plaza el kiosco de Amalia, la zapatería de Plaza, los tejidos La Africana y la perfumería Casa Caparrós. Allí estaba también el carrillo de Pepe ‘el Cojo’, el ambulante que durante medio siglo vendió golosinas, cupones, preservativos y tabaco de contrabando pegado como una lapa a la parte trasera de Amalia.  Más abajo se estableció otro kiosco de bebidas, el Oasis, que todavía sigue en pie; el puesto de Alfonsito, el minusválido que vendía Iguales y banderines de los equipos de fútbol,  el tenderete de las correas que fue el origen de la firma Bolsos Carlos y la querida y recordada Tienda de los Cuadros.


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