Los kioscos que le daban vida a las calles

Cada barrio tenía al menos su kiosco de referencia, auténticos bazares en miniatura

Un kiosko de la capital.
Un kiosko de la capital. La Voz
Eduardo de Vicente
20:30 • 04 sept. 2022

Los kioscos estaban integrados en la vida comercial de la ciudad y representaban un negocio cercano y amable donde en muchos casos podías ir a comprar a deshoras porque permanecían abiertos durante todo el día. Los kioscos fueron flores de un tiempo, pequeños negocios de subsistencia que surgían en cualquier rincón, pegados al muro de una tapia o adosados a la fachada trasera de una vivienda. 



Algunos de aquellos kioscos de barrio no tenían más estructura que cuatro tablas, un mostrador, un taburete de madera y un juego de cuerdas y pinzas de la ropa para colgar el género. Cada barrio tenía uno o dos kioscos de referencia y el kiosquero podía llegar a convertirse en el personaje más conocido de la manzana. En la calle Arráez, donde yo vivía, existió durante años un pequeño kiosco fabricado con cuatro tablas de madera donde su propietario, Manuel, vendía, vivía y moría. Lo recuerdo metido dentro de aquella guarida, leyendo una novela a la luz de candil, en aquellas tardes nubladas de invierno cuando salíamos del colegio y ya era de noche.



Manuel sobrevivía dentro de su kiosco vendiendo golosinas y tebeos y aguantando a los niños que queríamos leer gratis. Allí fue consumiendo una parte de su vida con un pequeño jornal que le llegaba para comer todos los días. 



Mucho más cosmopolita fue en los años setenta el kiosco de Ferrer, en el corazón de Pescadería. Era un punto de encuentro para los jóvenes reaccionarios del barrio que forjaron más de una revolución sobre la barra del kiosco. Allí se hablaba de fútbol, se analizaban los cotilleos del barrio y se construían utopías con la banda sonora de las canciones de Víctor Jara. La cerveza compartida y el tabaco rubio los animaba a resucitar al Che Guevara.



El centro de la ciudad estaba sembrado por kioscos que brotaron de las antiguas entradas a los refugios y de kioscos que nos trajeron nuevas modas a la ciudad. Recuerdo el éxito que tuvo la puesta en funcionamiento del kiosco conocido como el de las llaves, en la calle de Obispo Orberá, por donde hemos pasado todos al menos una vez.



Tal vez, uno de los kioscos más revolucionarios fue el de los retratos, una máquina que parecía un invento del demonio: una cabina que echaba fotografías sin necesidad de un fotógrafo. Aquel artilugio fue bautizado con el nombre de ‘fotomatón’, que reflejaba muy bien la realidad del producto. Sin la mano ni la mirada de un profesional que manejara el objetivo, las fotos que escupía la máquina no pasaban nunca a la posteridad de un marco y solo servían para conseguir de forma inmediata las fotos de carnet que necesitábamos para la matrícula del instituto o  para el carnet de identidad.



Mucho más amable era el querido kiosco de las Pipas, que nos hacía más llevadero el último trago de las tardes de los domingos, cuando al anochecer, antes de regresar a las casas para encarar el lunes, nos permitíamos el pequeño lujo de una bolsa de pipas calientes.



Teníamos kioscos que vendían y arreglaban relojes, como el de Pamar, en la calle Obispo Orberá, y el de Troyano, en el Paseo, y otro más escondido, en un portal de la Plaza de San Sebastián, donde Viciana, el relojero de la Plaza de Toros, se ganaba la vida.


Teníamos kioscos fronterizos, como los que estaban situados en el badén del Barrio Alto. Allí hizo carrera la familia Chirivía y allí se hizo famoso el hombre de los bollos de azúcar y coco, que se ponía las botas con la vida que generaba  el cine Monumental y con el hambre que traían los soldados del campamento. 


En la Plaza de Manuel Pérez, junto a la Puerta de Purchena, reinaba el kiosco Amalia y el Oasis, que compartían el escenario con la garita de los Iguales de Alfonso Rojas y antes con el puesto de correas que fue el origen de la empresa Bolsos Carlos.


Había kioscos donde hacían churros por las mañanas y kioscos de verano donde vendían helados y limón granizado. Había kioscos que ocupaban lugares estratégicos, como el de Julián, frente a la Plaza de Toros. El kiosco de Julián llegó a ser uno de los negocios más importantes del barrio, toda una referencia para dos generaciones de adolescentes que descubrieron entre las paredes de madera de aquel local la ilusión por las novelas de aventuras, por los tebeos y por las revistas.


El kiosco era el faro del barrio. Cuando las tiendas cerraban, Julián seguía abierto. La luz de  su lámpara de gas le daba vida a las largas noches de invierno. Los niños sabían que aunque fuera de noche, todavía disponían de tiempo para acercarse al mostrador con dos reales en la mano y llevarse un regaliz o un par de caramelos de nata, o una de aquellas bolas de chicle que el quiosquero guardaba en un tarro redondo de cristal que presidía el mostrador principal como un tótem. Fue tanto el éxito del kiosco que al año de instalarlo tuvo que añadirle un cuerpo más para poder atender la gran demanda de novelas y tebeos. 


Los kioscos exclusivamente de prensa formaban un universo aparte. Se extendían por los barrios, aunque los importantes, los que traían la prensa nacional y a veces extranjera, estaban todos en el Paseo. 



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