El sueño de tener unas gafas Ray Ban

En 1943 la Óptica de Santos, en la calle de las Tiendas, ya vendía gafas protectoras del sol

Una mujer frente a la fachada lateral de la iglesia de San Sebastián.
Una mujer frente a la fachada lateral de la iglesia de San Sebastián. La Voz
Eduardo de Vicente
20:57 • 08 may. 2022

Las gafas de sol, que hoy forman parte de nuestra indumentaria cotidiana y están al alcance de todos los estratos sociales, llegó a ser un elemento terapéutico primero y más tarde un elitismo.



Cuando en la primavera de 1943 el óptico almeriense Martín de Santos puso en su escaparate de la calle de las Tiendas aquellas gafas extrañas con cristales oscuros que no tenían graduación, lo hizo movido por motivos sanitarios. Las entonces llamadas gafas para el sol no estaban pensadas como adorno ni para ser usadas por razones estéticas, sino por encima de todo para paliar las graves consecuencias que los efectos solares, unidos a las malas condiciones higiénicas, provocaban sobre los ojos. El sol de Almería era una fuente inagotable de cataratas, mientras que la miseria en la que vivía una parte de su población contribuía a agravar la enfermedad del tracoma. En los años de la posguerra los arrabales de la ciudad estaban llenos de ciegos y los médicos emprendían auténticas cruzadas para evitar que tanto las cataratas como el tracoma siguieran sembrando el caos. 



En este contexto de ojos heridos llegaron a las ópticas principales de Almería, que entonces eran la de Santos y la de Agustín Apoita, las primeras gafas para el sol.  Los médicos de cabecera, alertados por los oculistas, recomendaban a sus pacientes utilizar este tipo de gafas para evitar males mayores, pero su precio no estaba al alcance de los más modestos y no tardó en convertirse en un pequeño lujo de la alta sociedad.



El Gobernador



Las gafas de sol más famosas de la posguerra en Almería fueron sin duda las del Gobernador civil Manuel Urbina Carrera, que no se las quitaba ni para entrar al cine. Sus gafas tenían los cristales tan oscuros que era imposible adivinarle el movimiento de los ojos, lo que le permitía poder evadirse de cualquier ceremonia aburrida con facilidad y refugiarse allí donde habitaban las musarañas.



Nadie sabía si el Gobernador estaba atento al conferenciante de turno o estaba absorto en sus sueños con la mirada puesta en sus pensamientos, gracias a ese escudo que siempre llevaba puesto. Las gafas de Urbina Carrera crearon pronto tendencia y los políticos locales no tardaron en imitarlo. Aquel que cuando llegaba el mes de junio no llevaba sus gafas protectoras puestas se quedaba en fuera de juego.



En los años sesenta las gafas para el sol fueron derivando hacia una moda imparable, empujada por los vientos que soplaban del cine. Las grandes estrellas de las películas de entonces se veían más espléndidas si llevaban unas buenas gafas de sol. Después llegaron a nuestras playas los turistas, que acabaron de convencernos de que no se trataba de un lujo ni de un capricho, que aquellas gafas de cristales oscuros eran una necesidad en una tierra como la nuestra donde el sol no daba tregua durante todo el año.



Para muchos adolescentes de los años setenta, las gafas de sol fueron una prenda más que los colocaba en la onda de la moda imperante. Si llevabas tu pantalón vaquero de la marca Alton, tu polo Fred Perry y tus gafillas de sol reglamentarias eras capitán general en aquellas tardes de cañas, tertulias y ligoteo inocente en el Parrilla Pasaje o en las reuniones con música de fondo en el bar las Vegas. 


Con unas buenas gafas de sol ya no había nadie que se atreviera a decirnos legañosos. Aquella prenda te daba un toque moderno y te elevaba un peldaño por encima del estrato adolescente más arrabalero, donde estaban aquellos que eran calificados como horteras. Con unas gafas de sol elegantes nunca parecías un hortera aunque lo fueras irremediablemente.


Recuerdo que éramos muchos los que soñábamos con poder tener algún día unas gafas de sol de la marca Ray Ban, que no sé por qué motivo se convirtieron en un auténtico objeto de deseo de la juventud de aquel tiempo. El mito de aquellas gafas americanas se nos rompía en mil pedazos cuando de pronto uno de la pandilla llegaba presumiendo de Ray Ban cuando se trataba claramente de unas gafas de imitación de aquellas que traían en el barco de Melilla y que vendían los mismos mercaderes que traficaban con los quesos de bola, con las botellas de Wisky y con las cajas de condones. 



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