La primera vez que salías de penitente

Aquella pasión inicial estaba por encima de los conceptos religiosos y de la propia fe

Eduardo de Vicente
00:00 • 11 abr. 2022

Hay emociones que no son recuperables, que se van deshaciendo en el disco duro de la memoria y de las que sólo queda una mínima huella perdida en el desván de los recuerdos. Hay otras emociones que quedan grabadas allá donde anidan los sentimientos más profundos y te marcan de por vida. Son emociones tan intensas como ingenuas, emociones que te sorprenden en la infancia, en esa etapa de la vida donde todo esta por hacer, donde cualquier detalle puede llegar a ser un gran descubrimiento y donde cada hallazgo es un motivo de fiesta. La Semana Santa es un río de emociones y de sentimientos que tienen su punto de partida en la niñez. Es preciso recorrer un camino para entender un mundo que para muchos, visto desde lejos, puede llegar a rozar lo absurdo. Uno puede disfrutar del espectáculo sin necesidad de haber tenido un pasado, pero es difícil entender las emociones si no se ha hecho ese camino que empieza en la infancia.






Es muy común escuchar frases parecidas a estas: ¿Qué sacarán todos esos que van debajo del trono, sudando, sufriendo? o “también hay que tener ganas para vestirse de penitente y aguantar tantas horas de pie sin que te den nada a cambio, y encima con un cirio en la mano”.






Es difícil comprender los códigos en los que se mueve este mundillo si no se han ido adquiriendo a esa edad en la que las pasiones quedan impresas en el alma, como marcadas a fuego, y uno las recuerda ya para siempre entre las páginas más felices de tu vida. La primera vez llega por casualidad. De pronto, uno descubre una sensación extraña que te entra por los ojos y se instala en un lugar del estómago. Notas que la piel se eriza y tienes ganas de reir y de llorar a la vez. Es un cúmulo de emociones, algo muy parecido a eso que llaman fe, aunque sin necesidad de creer en dioses ni en milagros, ni de ser un religioso practicante.






La religión es un concepto adquirido que se va aprendiendo en la familia, en la escuela y en la parroquia; la pasión por la Semana Santa brota de forma espontánea, sin necesidad de catecismos ni doctrinas. Por eso no precisa explicaciones, porque es difícil encontrarlas y más complicado tratar de convencer a alguien que no la entiende. 




Entre ese manojo de emociones que van haciendo camino, ninguna tan intensa como la primera vez que se sale en una procesión. Ese peregrinar diario a la parroquia para preguntar cuándo empezaban con el reparto de túnicas. Los nervios de ir subiendo las escaleras y encontrarse de pronto con los armarios repletos de ropas, con el baúl de los capuchones y el olor a desván antiguo que antes se respiraba en las cofradías. El orgullo de ir por la calle enseñando el equipo de penitente con el que saldrías una semana después. La tarde en la que tocabas en la puerta del Sindicato de la Aguja  para ver el mantón de la Virgen que estaban terminando de bordar o aquellas capas de raso recién hechas que colgaban como tesoros en percheros de madera esperando que fueran a recogerlas.


El paso lento de las horas, ese instante en que llegabas a tu habitación, abrías el armario una y otra vez para comprobar que no falta nada: el cinturón, la túnica, el capuchón, todo estaba en su sitio, tal y como lo habías dejado diez minutos antes. La solemnidad de ir a comprarse el cartón y probárselo mil veces. Las noches frente al espejo y tu madre de rodillas, poniendo los alfileres precisos para que todo encajara en su sitio. 


Y las horas previas a la salida, esos momentos de inquietud y felicidad contenida en los que empezabas a colocarte la túnica recién planchada y abrías la puerta de la casa para tomar el camino de la iglesia. La emoción de encontrarte con los amigos del barrio con los que ibas a compartir tu primera vez y a escribir una historia inolvidable.


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