Las guerras que nos quedaban por vivir

Este estado de calima permanente en el que llevamos instalados dos semanas es una batalla más

La calima se ha sumado al panorama de incertidumbre que nos ha dejado la pandemia.
La calima se ha sumado al panorama de incertidumbre que nos ha dejado la pandemia. La Voz
Eduardo de Vicente
20:59 • 26 mar. 2022

Este estado de calima permanente en el que llevamos instalados dos semanas es una batalla más de las guerras que nos están tocando vivir últimamente. Qué lejos queda aquella tarde sofocante del verano de 1978 en la que el polvo del desierto nos asfixió durante tres horas mientras los almerienses mirábamos al cielo creyendo que había llegado el día del juicio final.



Nunca habíamos visto nada parecido como aquella tarde del 78 en la que el sol se escondió para quemarnos. La vivimos como un hecho insólito, con la misma sorpresa con la que nos subíamos a los terraos con un cristal ahumado en busca de un eclipse de sol. 



Nosotros, que formábamos parte de esas generaciones privilegiadas que creían haberse librado de todo, nos llenábamos de miedos por una simple calima sahariana o por un eclipse, como si vinieran a anunciarnos el fin del mundo.



Sí, formábamos parte de esas generaciones felices que celebrábamos la suerte que habíamos tenido por haber nacido en una época tan alejada de los sufrimientos que tuvieron que pasar nuestros padres y nuestros abuelos. Habíamos escuchado sus historias de supervivencia, de guerras, de hambres, bien abrigados bajo la falda de la mesa de camilla con un trozo de pan y mantequilla en la mano y saboreando un vaso de leche con Cola Cao. 



Hijos de un tiempo nuevo



Éramos hijos de un tiempo nuevo donde todo iba mejorando. Cada día se daba un paso adelante y así pudimos disfrutar de una educación y de una sanidad pública que llegó a todas las clases sociales, de la revolución que supuso la televisión, del lujo de tener un coche en la puerta de nuestras casas y sobre todo de la seguridad de vivir en una época donde nos sentíamos tan protegidos que nos parecía imposible que volvieran los viejos fantasmas que amargaron la vida de nuestros mayores. 



Los que pertenecíamos a la generación de la austeridad, los que fuimos herederos de las penurias de la posguerra, crecimos escuchando esa lección continua que nos daban nuestros padres cada vez que nos recordaban sus historias. Nos enseñaron que había que trabajar duro desde niños, que no se podía estar con los brazos cruzados esperando un milagro, que si no querías estudiar tenías que aprender un oficio, porque no querían vagos en sus casas. Crecimos marcados por la obligación de ser hombres de provecho.



Seguimos progresando y en ese progreso se fueron olvidando las penas, los sacrificios, los orígenes, los lugares de donde veníamos y llegamos a sentirnos tan seguros que nos dejamos llevar por el río de la abundancia. Nos olvidamos de la importancia del ahorro, de mirar la vida con reservas, de la austeridad en la que nos habían educado y empezaron a salir ricos de nuevo cuño hasta debajo de las piedras. Cualquiera se compraba una casa nueva y cuando la tenía se embarcaba en el sueño de la segunda vivienda en el campo o en la playa. Pasamos de ir al banco a ingresar a firmar los papeles de un préstamo.


Nos sentíamos tan seguros, tan a resguardo de cualquier temporal, que nos cogió la crisis del año 2008 mirando para otro. Empresas que parecían sólidas como el hormigón cayeron derrumbadas como una baraja de naipes. 


Cuando ya empezábamos a levantar cabeza de la crisis económica nos llegó otra guerra, más inesperada aún que la primera, porque los continuos avances médicos nos habían llevado a pensar que podíamos ser inmortales. El Covid nos ha puesto en pañales, ha resucitado en nosotros esa sensación de vulnerabilidad que tenían nuestros padres cuando un resfriado te podía llevar a la tumba. 


Nosotros, los de las generaciones felices que estábamos convencidos de que la pobreza y las epidemias eran historias de viejos, no podíamos imaginar que también nos iban a tocar a nosotros, y que además teníamos por delante el negro panorama de un horizonte de guerra mundial que ya nos está tocando el ánimo y los bolsillos. 

Si no teníamos bastante con el virus y con la guerra, ha llegado el  temporal de calima para pintarnos la mirada de sepia, de ese color desteñido y triste de posguerra con el que tuvieron que convivir nuestros padres.


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