La temida jeringuilla del practicante

Los practicantes se convertían a veces en los médicos de las familias más humildes

Un grupo de practicantes de Almería en una de las reuniones que mantenían en la terraza de San Miguel.
Un grupo de practicantes de Almería en una de las reuniones que mantenían en la terraza de San Miguel. La Voz
Eduardo de Vicente
20:59 • 16 mar. 2022

Una orden ministerial de 1954 obligó a los practicantes titulados a convertirse en auxiliares sanitarios, una organización en la que también se incluían las matronas y las enfermeras.Había que poner orden en un oficio donde en los años de la posguerra se había impuesto la clandestinidad.



A los pocos meses de terminar la guerra civil, las autoridades ya intentaron legalizar la profesión obligando a todos los que ejercían en la capital y provincia a ingresar en el Colegio Oficial de Practicantes. Tenían que presentar el título correspondiente y una declaración de adhesión al régimen y al Caudillo. “El hecho de que nuestro colegio fuera sustituido por el sindicato marxista creado, del que no se ha encontrado ninguna documentación, hace que no conste en este centro ni el número de practicantes existente ni el lugar y destino que desempeñan en  la actualidad”, decía la nota escrita y firmada por el presidente de la corporación, don Ignacio Guillén, en la primavera de 1939.



A pesar del empeño puesto por el colegio para evitar la competencia ilegal, hubo un tiempo en el que mucha gente, de forma autodidacta, se dedicó a poner inyecciones porque la necesidad apretaba y había que agudizar el ingenio y el atrevimiento para poder salir adelante. En la memoria de cada barrio existen al menos tres o cuatro nombres de practicantes vocacionales que durante décadas fueron los personajes más conocidos del lugar, hombres y mujeres que tenían otras ocupaciones, pero que en sus ratos libres iban por las casas con sus utensilios de pinchar para colocar las temidas estocadas en los glúteos de los enfermos.



Los practicantes fueron el lobo verdadero para varias generaciones de niños. Las madres, cuando los hijos se negaban a tragarse la cucharada de comida, echaban mano del practicante para  asustarlos: “Nene, o te lo comes todo o llamo a Encarna la de las inyecciones”, decían en tono amenazante las mujeres del barrio del Reducto. Uno no le temía a la fiebre, ni al dolor de garganta, ni a la delgadez extrema en la que siempre nos veían nuestras madres; nuestro fantasma real, el personaje que más miedo nos daba, era sin duda el practicante que de forma silenciosa se colaba en el salón de nuestras casas. 



Como casi nadie tenía entonces teléfono al hombre o a la mujer de las inyecciones había que ir a darles el recado a su propia casa. Para los resfriados  que tardaban en curarse había que  recurrir a las inyecciones, así como para los niños que no terminaban de dar el estirón y el médico les recetaba varias cajas de vitamina para que crecieran. Cuando el practicante llegaba, ya tenía preparado el alcohol y el algodón encima de la mesa y la hornilla para que pusiera a hervir la caja metálica que encerraba la jeringa y la terrible aguja. Qué momentos de tensión, de dolor prematuro, cuando veíamos al de las inyecciones romper la cabeza de la ampolla con aquella sierra diminuta cuyo sonido ya nos hacía temblar. Cada instante se hacía eterno: el momento de bajarnos el pantalón, los toques sutiles que nos daban sobre el glúteo con el algodón mojado antes de clavar la aguja, las palabras del ejecutor que trataba de calmarnos diciendo aquella frase, tan repetida como falsa de: “Ya verás como no te va a doler”. Y claro, al que no le dolía era a él, sino a las pobres víctimas que nos quedábamos con la pierna muerta durante media hora y un profundo sabor amargo en medio de la boca. 



Cuando el practicante se iba, su rastro se quedaba durante horas como un maldito perfume que se incorporaba a los olores cotidianos de la casa. El olor del alcohol, de las vitaminas o de la penicilina que acababa de inyectar, se quedaba impregnado en las cortinas, en la falda de la mesa de camilla y sobre todo, en ese rincón de nuestra memoria donde residían los peores recuerdos de nuestra infancia. En cada barrio, y a veces en cada calle, había un hombre o una mujer que se ganaban un sueldo diario poniendo inyecciones por las casas. Les temíamos más que al hombre del saco de los cuentos, más que a una vara verde como se decía entonces,  y cada vez que los veíamos por la calle nos poníamos a temblar, creyendo que otra vez venían a buscarnos.



Quién no recuerda en el Barrio Alto a Ricardo Rodríguez, el practicante de la calle Real que vivía al lado de la trapería de los filipones. Todavía está viva en La Chanca la imagen de Gloria Sevilla que lo mismo asistía a una parturienta que te daba un pinchazo certero en el glúteo. En el Quemadero era célebre Luis Criado, el hombre de las inyecciones que llegaba con su bicicleta hasta la misma puerta de las cuevas de la Fuentecica.



En el barrio de la playa hicieron carrera María Luque y Manolico Ventura, el tendero que también hacía sus pinitos como practicante. 


En los talleres de Oliveros era famoso Antonio Díaz, que había heredado la profesión de su padre, practicante de Sanidad. En la Plaza de Pavía nadie se libró de las inyecciones de Rafaelico Arcos ni de las de Adelaida Flores en la manzana de la calle de la Música. Cuánta penicilina inyectó a las mujeres del barrio de las Perchas.


Fueron célebres en la ciudad practicantes como Pepe Flores, Enrique Asensi, José Bretones y Pedro Caparros, que encontraron una buena colocación cuando se puso en macha el gran sanatorio de la Bola Azul.


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