El día que el Señor subía a las cuevas

La blancura de la ropa de comunión convertía en ángeles a los niños desnudos de la Chanca

Una niña el día de su Primera Comunión, en el barrio de las cuevas de la Chanca.
Una niña el día de su Primera Comunión, en el barrio de las cuevas de la Chanca.
Eduardo de Vicente
20:59 • 03 feb. 2022

Una mañana, las catequistas  hacían el equipaje y salían a la aventura por los rincones más escondidos de los cerros de la Chanca, como quien va a descubrir un mundo nuevo.  Subían con la palabra de Dios entre las manos, pero sin libros sagrados, sin ningún catecismo escrito, sabiendo que aquellos cristianos entendían mejor el discurso de la generosidad y el cariño que cualquier pasaje del Evangelio, por muy sencillo que fuera.



Los sermones de iglesia se derretían por aquellas cuestas de piedra donde el sol y el polvo iban modulando las almas de los niños, que medio desnudos o desnudos del todo, reinaban a sus anchas como si fueran los primeros pobladores de la tierra.



La sensación que tenían aquellas samaritanas era que todo estaba por descubrir en aquel escenario, donde uno tenía la impresión de que el mundo estaba recién hecho, y que hasta el lenguaje estaba todavía en periodo de gestación.



Las catequistas llegaban con un mensaje de paz y con las noticias de la Primera Comunión de la próxima primavera. Recorrían las cuevas más humildes, los paisajes más desnudos, las familias que no tenían otro calendario que el del sol, la luna, el frío y el calor y que la única información que tenían de Dios era el crucifijo que colgaba de la pared de la vivienda. 



En casi todas las cuevas del barrio de la Chanca, por pequeñas que fueran, por olvidadas que estuvieran, la imagen del crucificado era el único elemento que las decoraba. Ni un cuadro, ni una cortina, ni un jarrón, solo el crucifijo que protegía a las familias de tanta calamidad y al que tantas veces recurrían cuando no había nada que echarse a la boca o llegaba la desgracia de una enfermedad. 



Las catequistas les presentaban otro Dios mucho más cercano, el que quería que los niños fueran todos los días al colegio, el que les llevaba un paquete de ropa limpia y unas pastillas de jabón, el que les anunciaba que a los niños les había llegado la hora de la Primera Comunión y tenían que recibir las lecciones elementales para poder presentarse ante el Altísimo. 



Dios estaba en aquel vestido blanco, inmaculado, que llevaban las catequistas bien guardado en una caja de cartón, como si fuera un tesoro. Cómo brillaba aquel vestido infantil, iluminando la cueva y los ojos de las niñas que no sabían lo que era la ropa de domingo ni una falda planchada. Cuando se probaban el vestido y las catequistas les lavaban bien la cara y las peinaban, parecían ángeles recién bajados del cielo, de ese cielo inmenso y lejano sembrado de cuevas donde no llegaba ni el agua corriente ni el milagro de la luz.



El día de la Primera Comunión las catequistas volvían a subir a las cuevas para que todo estuviera dentro del guión establecido. Cuando la niña vestida de monja o cuando el niño con traje de marinero bajaba por las cuestas, todo el barrio se asomaba para contemplar aquella estampa, tan irreal como un espejismo. Aquella mañana, el que hacía la Primera Comunión se transformaba en un héroe y los otros niños lo rodeaban y lo seguían con admiración, como si acompañaran a nuevo mesías.


Qué contraste, la pureza de aquella niña vestida de blanco que iba a recibir a Dios, con la desnudez primitiva de los otros niños que también formaban parte de la comitiva. Estaban tan acostumbrados a aquella desnudez que miraban con sorpresa al que iba vestido.


Toda la familia se había puesto sus mejores ropas, o tal vez las únicas que tenía, y se presentaba en la iglesia de San Roque ante el cura don Marino y las catequistas con la certeza de que se iban a encontrar de verdad con Dios. Sus esperanzas no tardaban en confirmarse cuando el sacerdote le administraba el cuerpo de Cristo a los niños y a los padres y sobre todo, cuando al terminar la ceremonia de la Santa Misa los llevaban al salón de la parroquia y los sentaban alrededor de la mesa frente a un desayuno colosal. En cada trozo de bollo de azúcar, en cada sorbo de chocolate caliente, el Señor se les aparecía a los niños como ese ser supremo y milagroso que le habían contado.


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