Noviembre era el mes de los trompos

Para bailarlos era necesario una reata a la que se le colocaba una chapa en la punta

Los trompos se bailaban en las calles aprovechando el pavimento de tierra y a veces también en los terraos de las casas.
Los trompos se bailaban en las calles aprovechando el pavimento de tierra y a veces también en los terraos de las casas.
Eduardo de Vicente
23:59 • 04 nov. 2021 / actualizado a las 07:00 • 05 nov. 2021

Por noviembre ya nos habíamos adaptado a la disciplina del colegio y manteníamos una rutina inquebrantable a diario que pasaba por las aulas y también por el escenario de la calle. Salíamos de la escuela a las doce y teníamos el desahogo de la calle para poder afrontar después las dos horas más que nos quedaban de lecciones.



La calle era necesaria, una terapia que nos permitía poder soportar las jornadas maratonianas de mañana y tarde que sufríamos en la escuela, por eso aprovechábamos cualquier resquicio en el horario para fugarnos de las obligaciones, aunque solo fuera durante media hora, suficiente para recuperarnos y poder empezar de nuevo. Comíamos a las dos y con el último bocado entre los dientes, cogíamos la cartera y otra vez al colegio, donde nos esperaba esa primera hora de letargo en la que el cuerpo nos pedía siesta y el maestro nos enseñaba a dividir. 



Por noviembre ya teníamos perfectamente ordenados nuestros cajones interiores, que habían quedado revueltos tras las dos meses de vacaciones de verano. En ese orden tan necesario estaba la disciplina del colegio y también la recompensa del juego. Cada época del año tenía sus juegos, como si vinieran establecidos por el destino. Lo mismo que asumíamos que en noviembre entraban los primeros fríos de verdad, los que nos obligaban a encender los braseros debajo de la mesa de camilla y a sacar los jerseys del armario, aceptábamos que había que volver a los trompos, que  como la ropa de invierno, nos esperaban cada temporada para abrigarnos el alma.



Los trompos tenían la ventaja de que podías jugar tú solo en medio de la calle o en grupo, convirtiendo cada partida en una cuestión de estado. Medio barrio se arremolinaba alrededor del círculo que se trazaba sobre la tierra para disfrutar de la habilidad de las manos que hacían girar las peonzas como bailarinas. A veces se organizaban batallas para ver quién sacaba los trompos que se quedaban prisioneros dentro del círculo. 



El juego tenía su ritual. Había que buscar un trozo de tierra llano para que el trompo danzara con soltura. Había que buscarse una buena reata, que era el trozo de cuerda fina que se utilizaba para lanzar el trompo y asegurar una de las puntas con una chapa para que la reata se quedara ajustada entre nuestros dedos a la hora lanzarla.



Recuerdo la emoción que nos producía a los niños ese momento en que con unas cuantas pesetas en el bolsillo íbamos a la tienda o al quiosco más cercano a ver los trompos recién traídos y las reatas que el vendedor colgaba de una cuerda como si fueran chorizos. 



Había trompos de distintos tamaños. A los más pequeños les decíamos ‘almendricas’ y solían ser los más ligeros a la hora de bailar. Era costumbre también cambiarle la púa a los trompos. De fábrica llegaba con una púa pequeña y redonda que los hacía más frágiles, pero como había que prepararlos para la batalla diaria, muchos se la cambiaban por una de aquellas púas robustas que vendían en las ferreterías. Recuerdo la púa de caballo o la que llamaban de percherón, tan potentes que podían partir otro trompo por la mitad si el impacto llevaba potencia.



Cada juego tenía su época del año y cuando llegaba no parábamos de jugar, como si fuera una obsesión. En noviembre nos pasábamos las tardes enteras jugando a los trompos como si de pronto hubiéramos olvidado que existían otros entretenimientos. Llegaban de repente y de la misma forma desaparecían. Cuando nos cansábamos de bailar la peonza nos enamorábamos locamente de los petos y de las cristalinas, que eran la versión más moderna para empezar el tiempo de las canicas. A comienzos de los años setenta todavía existían los petos de barro, que eran una reliquia de nuestros hermanos mayores. De tanto uso se iban llenando de cicatrices hasta que la circunferencia quedaba tan agujereada que dejaba de rodar. 


Las cristalinas nos hipnotizaban por su belleza. Cada una traía un dibujo y unos colores distintos y acabábamos coleccionándolas como si fueran cromos. Teníamos nuestra bolsa de tela en la que las guardábamos como un tesoro. 


“Primeras, pie, matute, colao, a porra, con repiquete y fuerte”, eran algunos de los términos que se utilizaban en la calle cuando competíamos para  quedarnos con las cristalinas del otro.


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