Los trofeos que nos dejaba el cine

Un gran zoco en el corazón de Almería trajo la primera película a la capital

Eduardo de Vicente
07:00 • 24 may. 2021

En la casa de Pepe Cortés, detrás del convento de las Puras, había un baúl con algunas reliquias que habían dejado los rodajes de las películas. 



Cuando se terminaba de rodar siempre se quedaban objetos olvidados esperando a alguien que se los llevara. Las productoras no le daban importancia a un sombrero de pistolero viejo o a un correaje inservible, pero se convertían en auténticos tesoros para nosotros, que como buenos coleccionistas, lo guardábamos todo. 



A veces, el botín iba más allá de un gorro o de un plumaje de indio y el afortunado que se lo llevaba o se lo encontraba, acababa transformando su habitación en un museo del séptimo arte. En el dormitorio de Pepe Cortés había un par de pistolas auténticas que los niños mirábamos con admiración y con una pincelada de miedo por si se disparaban.



En la casa  de mi primo Rafael había una espada colgada de una púa en la pared del patio. La humedad y la lluvia habían ido llenándola de sombras, pero allí se mantenía firme, erguida con una belleza antigua que nos hacía recordar viejos esplendores. Había sido olvidada en un rincón donde no estorbaba, como el recuerdo triste de una batalla perdida. 



Era una espada de la película Lawrence de Arabia, uno de aquellos trofeos que los jóvenes de la época se llevaron a sus casas como testimonio de que el cine había pasado por sus vidas. Cuando terminaban los rodajes empezaban los recuerdos y el que no se llevaba un sable se quedaba con unas pantuflas, con un turbante lleno de arena del desierto o con alguno de los cascos de guerra que se perdieron después de Patton. Como en aquellos tiempos casi nadie tenía una máquina de fotos para inmortalizar cada instante, los que habían tenido el privilegio de participar en una película buscaban los objetos para llevárselos como reliquias y para demostrarles a los demás que un día ellos llegaron a ser actores.



Una de las grandes ilusiones que compartieron varias generaciones de niños en Almería fue la del cine. Primero como espectadores en las grandes salas de la ciudad, cuando ir a ver una película era un acontecimiento extraordinario que se dejaba para los domingos. Nos pasábamos toda la semana soñando con el estreno que íbamos a ver, y otra semana comentando con los amigos de la escuela la película que habíamos visto. Fuimos espectadores de patio de butacas y después asistimos a ese milagro prodigioso de ver el cine por dentro, de rozarnos en nuestras calles con toda la tramoya de caravanas, focos, técnicos, directores, actores y figurantes que vinieron de la mano de los rodajes.



Cuando venía una película la ciudad se transformaba y una agitación constante flotaba en el ambiente. Unas semanas antes, cuando la noticia de una nueva película llegaba a los oídos de los limpiabotas del Café Colón y de los camareros del restaurante Imperial, una legión de aspirantes a extras llenaba la acera de la casa de los sindicatos para apuntarse en la película. En mi casa, de niño, me gustaba escuchar las historias que los mayores contaban sobre el cine. 



Mi tío Rafael Plaza, que era taxista, guardaba en su memoria un saco de anécdotas de aquellos tiempos de rodajes que tanto trabajo les dieron a los de su gremio. Mi tío solía referirse con frecuencia a una película que pasó desapercibida en las pantallas, pero que a su juicio fue una de las primeras que dio a conocer los escenarios de Almería en el universo cinematográfico. 


Aquella película llegó a finales del verano de 1956. Era una producción franco-española titulada ‘Ojo por Ojo’, bajo la dirección del cineasta francés André Cayatte. Mi tío contaba que el rodaje generó un lío impresionante en la ciudad, que la gente se “daba tortas” para apuntarse como figurantes y que fueron cientos los almerienses que tomaron parte en las escenas que se rodaron en el desierto de Tabernas y en la misma ciudad. 


Fue la primera vez que toda la tramoya del cine desembarcó en el corazón de Almería, alrededor de la Plaza Vieja, donde montaron un gran zoco. La zona de la calle Pósito y la calle de la Dicha se transformó en un poblado marroquí. Fue un acontecimiento extraordinario. La presencia del cine en directo se convirtió en un espectáculo nunca visto para los muchos almerienses que se citaban allí para presenciar el rodaje. Fue tanto el interés que llegó gentes desde todos los barrios, bien para apuntarse en el rodaje o bien para ver de cerca todo aquel universo lleno de magia que nunca se había visto en una ciudad tan olvidada como era Almería. Aquellos días los policías municipales tuvieron que doblar los turnos para que la multitud no molestara a los artistas.


Una de las anécdotas de aquella película fue la búsqueda en los colegios y en los hogares de Auxilio Social de la ciudad de un niño entre diez y doce años que protagonizara algunas escenas importantes. El propio director se encargó de elegir al actor infantil. Lo encontró en la playa, en una excursión de un colegio. Se llamaba José Silva Bimbela, tenía doce años y era natural de Granada.



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