El niño de los caramelos del cinema Pavía

José Antonio Fernández empezó a trabajar con diez años en el cine de su barrio

Pepe Fernández, el de la izquierda de la foto, con su amigo José Hernández con el que compartió los primeros años de trabajo en la hostelería.
Pepe Fernández, el de la izquierda de la foto, con su amigo José Hernández con el que compartió los primeros años de trabajo en la hostelería.
Eduardo de Vicente
17:38 • 26 abr. 2021 / actualizado a las 07:00 • 27 abr. 2021

Desde el tranco de su casa, en la calle de Pitágoras, veía la fachada del cine Pavía y al operario que una vez a la semana llegaba  con los fotogramas de las películas debajo del brazo a cambiar la cartelera. Oficialmente aquel salón de barrio no se llamaba cine, sino cinema, un sustantivo que sonaba con más fuerza y le daba prestancia al local y un aire de solemnidad que se iba diluyendo cuando se entraba en el patio de butacas.



Para los niños de su generación, el cine Pavía fue una gran ventana por donde fugarse de la realidad de un barrio pobre donde la infancia terminaba el día en que los niños encontraban su primer trabajo, la mayoría de las veces antes de los catorce años. El Pavía era el cine oficial del Reducto y de la Chanca, cine de tardes de domingo, de carrillo de chucherías aparcado en la puerta y butacas de madera que crujían contra el suelo cuando aparecía en escena el Séptimo de Caballería.  



José Antonio Fernández Muñoz veía, desde su casa, las colas que se formaban sobre la acera de la calle Arquímedes, delante de la taquilla, aunque él nunca tuvo que pagar para entrar al cine. Su prematura inclinación al trabajo le permitió entrar gratis a la sala como si formara parte de la empresa. 



Un día se ganó la confianza de Antonio Collado, que era a la vez el encargado del ambigú y el acomodador del cine, y se convirtió en su ayudante vendiendo caramelos en los descansos. Cada vez que había un corte, imprescindible para poder cambiar el rollo de película, Pepe cogía la bandeja y se paseaba entre las butacas ofreciendo su mercancía a los otros niños. Cuando volvían a apagarse las luces, dejaba  la bandeja sobre el mostrador del ambigú y se incorporaba a la sala como un espectador más.



Nunca pudo olvidar aquella mañana del dos de enero de 1959 cuando en las carteleras se anunció a bombo y platillo la estreno de ‘El ruiseñor de las cumbres’, protagonizada por Joselito, el niño de la voz de oro, la historia del niño pobre que triunfa en la vida y en la que tantos niños pobres de Almería se vieron reflejados aunque solo fuera en los sueños.



Entre las sesiones de cine de los fines de semana, las mañanas en el colegio y las tardes de juegos en el Llano de San Roque, fue pasando la infancia hasta que un día su vecino Juan Hernández Cayuela le dio la noticia de que en el bar Moka, donde él trabajaba, necesitaban un muchacho para fregar los vasos. 



Era un niño, pero necesitaba meter dinero en su casa, donde no entraba otra paga que la de su padre, un humilde patrón de un barco de pesca. En 1962, el Moka era uno de los bares de referencia en ese universo de cafés tempraneros que rodeaban el Mercado Central. Estaba situado en la calle Aguilar de Campóo, enfrente de la acreditada tienda de comestibles ‘La Fama’.



Pepe no tenía aún trece años cuando vestido de limpio atravesó la ciudad y nervioso cruzó el Paseo para presentarse delante de don José Montes Álvarez, el dueño del negocio, y pedirle el puesto vacante. Empezó fregando vasos, limpiando las mesas y llevando los desayunos por las barracas de la Plaza. Como era un chico despierto, pronto aprendió la técnica de los churros madrileños, una de las especialidades de la casa, y a servir en la barra con la destreza de un camarero veterano.  Fueron siete años de intenso trabajo y continuo aprendizaje en el Moka, donde estuvo hasta que en agosto de 1969, su jefe inauguró en el Paseo el bar Coimbra y se lo llevó al nuevo local en un gesto de absoluta confianza. 


Desde entonces, José Antonio Fernández Muñoz pasó a llamarse Pepe el del Coimbra, apodo que reflejaba su profunda vinculación con el establecimiento. Él no era un empleado más, sino un hombre de la casa, tan apegado al negocio como a la familia que lo regentaba. Cuando en 1975 falleció su jefe, y el Coimbra pasó a manos del hijo, José Montes Somadevilla, Pepe siguió siendo el alma del establecimiento, una garantía de buen trabajo y honradez detrás de la barra.


Eran tiempos de esplendor, años en los que todo lo que sucedía en la ciudad tenía como escenario el Paseo y los cafés del lugar se convertían en centros de tertulia. En los días de Navidad el establecimiento se llenaba y era imposible encontrar un hueco en las mesas de la acera, sobre todo para el tradicional chocolate con churros de la noche de Reyes.  Por Feria, había que sacar número para sentarse en la terraza del bar cuando tocaba Cabalgata o la Batalla de Flores.  Era una costumbre, después de regresar de la Feria, que entonces  se repartía por el Parque y el Puerto, hacer la última parada en alguno de los cafés del Paseo antes de regresar a las casas. 


En aquellos años el Coimbra llegó a tener una plantilla de dieciocho profesionales y la clientela fiel que siempre ha caracterizado al negocio. Él le tenía un cariño especial al doctor don José Manuel Gómez Angulo, que desde que empezó a trabajar hasta su muerte, no falló una sola mañana, siempre a las siete y media, para tomarse el café.


Pepe tampoco falló nunca, siempre estuvo trabajando, al pie del cañón. Solía  comentar que haciendo cuentas había llegado a la conclusión de que había pasado más tiempo detrás de la barra del bar que en su casa con su familia



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