La Plaza Vieja y su evacuatorio

En abril de 1930 se inauguró un urinario subterráneo detrás del cenotafio de los Coloraos

Sobre el lugar donde habían estado ubicados los urinarios de la Plaza Vieja construyeron en los años sesenta un monumento con dos cañones de hierro.
Sobre el lugar donde habían estado ubicados los urinarios de la Plaza Vieja construyeron en los años sesenta un monumento con dos cañones de hierro.
Eduardo de Vicente
19:05 • 24 feb. 2021 / actualizado a las 07:00 • 25 feb. 2021

En el mes de agosto de 1929 el Ayuntamiento de Almería aprobó el proyecto y el presupuesto para la construcción de un evacuatorio subterráneo en la Plaza de la Constitución. De esta forma se intentaba solucionar un viejo problema que afectaba desde antiguo a este destacado escenario de la ciudad, donde además de la casa consistorial se ubicaba el monumento a los Coloraos.



Era un lugar política y socialmente sagrado, que presentaba serios problemas de salubridad por la vieja costumbre de propios y extraños de aprovechar los recovecos del recinto para hacer sus necesidades. Los jardines y los árboles que rodeaban el monumento se habían convertido en improvisados urinarios, originando un foco  de suciedad y malos olores que llegó a hacerse insoportable. En la Plaza Vieja, a finales de la década de los años veinte, se mezclaban las fragancias de las flores de sus jardines con el hedor de los orines, provocando las continuas quejas de los vecinos que no utilizaban aquel espacio sagrado para hacer sus necesidades. Los otros, los que se meaban fuera, no estaban a favor de la reforma.



En 1929 se abordó el problema con decisión y se dio luz verde a la construcción de un evacuatorio público. En agosto se aprobó el proyecto firmado por Guillermo Langle y en el mes de octubre empezaron las obras. Para poder iniciar los trabajos se tuvo que derribar uno de los árboles de gran tamaño que estaba situado en la parte posterior del cenotafio, lo que provocó que el proyecto se retrasara más de lo previsto.



Tras varios meses de intensos trabajos, por fin, en abril de 1930 fue abierto al público con grandes honores, como si se tratara de un nuevo monumento: alumbrado propio, un servicio de guardas permanente y unas modernas instalaciones donde destacaba un cuarto espacioso para almacenar los enseres de limpieza, un váter de pago, otro gratuito y tres letrinas de cubeta para orinar.






Para cubrir la seguridad, el ayuntamiento dispuso que el equipo de vigilantes se sacara de los policías urbanos que estaban dados  como ‘inútiles’, bien porque arrastraran alguna minusvalía o por alguna enfermedad que les impidiera ejercer su función de policías. Esta iniciativa estuvo rodeada de polémica, porque los guardas urbanos se negaban a bajar de rango, al considerar un desprecio profesional colocarlos como guardas de un váter. Habían pasado de poner orden en las calles y en los mercados de la ciudad, a convertirse en centinelas de un retrete público.



Y no les faltaba razón, entre otras cosas porque velar por el orden y la limpieza en el evacuatorio de la Plaza Vieja no era una tarea fácil. Tenían que batallar a diario con los que se seguían meando fuera y con los que dejaban los urinarios hechos un estercolero, por lo que las riñas y los altercados eran frecuentes.



Aquel escenario subterráneo fue utilizado durante la guerra como refugio y poco a poco fue perdiendo importancia hasta que en los años sesenta, en una de las remodelaciones que se ejecutaron en la plaza, acabó desapareciendo, cubriéndose el espacio con unos bonitos cañones de hierro que sirvieron para adornar la Plaza.


Los magníficos cañones apuntaban directamente al balcón principal del Ayuntamiento, según contaba entonces la rumorología popular, para que los alcaldes tomaran conciencia de que no estaban solos, que estaban vigilados y obligados a ser honestos. 


Los cañones destacaban entre los jardines y servían de escolta a un gran escudo de la ciudad esculpido en mármol blanco. En aquellos años la Plaza Vieja estaba rodeada de bancos de hierro que se llenaban los domingos cuando en torno a los soportales se organizaban mercadillos de antigüedades y se cambiaban sellos.


Los cañones, de hierro fundido, reposaban sobre pedestales de madera, que eran utilizados por los niños para jugar a la guerra y por las parejas de novios para echarse fotografías. El conjunto estaba guardado por diez pilares que sostenían diez bolas de piedra de munición de las que existían detrás del cerro de San Cristóbal


De la historia de los cañones contaban que el cañón original se encontraba en la Plaza Pablo Cazard, frente a la Escuela de Artes. Al realizar unas obras, en tiempo del alcalde Francisco Gómez Angulo, se acordó recuperar el cañón y colocarlo como adorno en la plaza del Ayuntamiento. Para que resultara más estético, se aprobó hacer un duplicado en los talleres de Oliveros



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