Ese pequeño dios llamado tocadiscos

En la Navidad de 1961 Radyelec trajo una exposición de tocadiscos Philips

El tocadiscos de María del Carmen Jerez, vecina de la calle Conde de Villamonte. Junto a ella, su hermano Juan Manuel.
El tocadiscos de María del Carmen Jerez, vecina de la calle Conde de Villamonte. Junto a ella, su hermano Juan Manuel.
Eduardo de Vicente
23:57 • 02 dic. 2020 / actualizado a las 07:00 • 03 dic. 2020

En la Navidad de 1961, los grupos de adolescentes se citaban en el Paseo para acercarse a la tienda de Radyelec, en la calle de Navarro Rodrigo, para ver la exposición de los tocadiscos de la marca Philips que estaban causando furor en aquel tiempo. Era el regalo que todos los jóvenes querían tener, pero que por su alto precio no estaba al alcance de todos los bolsillos. 



Allí, en el escaparate de la tienda, se agolpaban los jóvenes mirando los tocadiscos como si fueran dioses y aguardando a que llegara algún cliente de verdad y que el dueño pusiera en marcha alguno de aquellos aparatos que habían empezado a convertirse en uno de los pilares de la revolución que acabó llegando a lo largo de la década.



Tener un tocadiscos era un lujo y las pandillas de jóvenes tenían que conformarse con que alguno de sus miembros tuviera uno de aquellos aparatos majestuosos. Un tocadiscos para veinte, suficiente para poder organizar los bailes caseros de las tardes de los domingos antes de que se pusieran de moda las discotecas y mucho antes de que aparecieran en escena los pubes.



El tocadiscos fue para muchos niños y adolescentes de aquel tiempo  la coartada perfecta para aislarse de la familia, encerrarse en su habitación y dar un paso adelante en ese difícil camino que llevaba de la infancia a la adolescencia. Tener un tocadiscos te colocaba un peldaño por encima del resto de la pandilla y convertía tu casa en un templo donde los amigos se citaban para escuchar música



El primer tocadiscos se veneraba como el primer coche y la primera televisión. Era una caja mágica, con aquella tapadera que llevaba el altavoz incorporado, con aquel ritual que empezaba cuando sacabas el disco de la funda, le quitabas el polvo y con la delicadeza con la que se toca a un niño lo colocabas en el centro del plato. Antes de que empezara a sonar la canción se escuchaba el ruido que hacía la aguja al dar los primeros pasos por la superficie del vinilo, llenando de emociones aquellos segundos previos.



El tocadiscos fue el gran descubrimiento de aquella generación de niños y adolescentes de los años sesenta. Veníamos de los comedores antiguos de las casas donde reinaban los aparatos de radio, en un tiempo en el que las familias se reunían a la hora de la cena para escuchar las noticias de Radio Nacional, en una época en la que los jóvenes compartían las canciones de sobremesa que ponían en el programa de los ‘discos dedicados’ de Radio Juventud.



Fueron la generación anterior a la moda de las discotecas, los que empezaron a asociarse en pandillas mixtas, los que los domingos por la tarde organizaban sus pequeñas fiestas particulares en los mismos comedores de las casas o en una cochera vacía. 



La aparición de los tocadiscos, con altavoces incorporados y fáciles de manejar, supuso una revolución para aquellos adolescentes que ya no se conformaban con la música de la radio y pudieron elegir sus propias canciones


El baile de los domingos requería una compleja organización que empezaba una semana antes. El grupo de muchachos que organizaba la fiesta tenía que encargarse también del tocadiscos, de los singles, de los refrescos, y de lo que era más importante aún para el baile, la presencia de las muchachas, a las que había que ir reclutando a base de confianza. En aquellos tiempos la madrugada era un territorio desconocido para los jóvenes de Almería, por lo que había que organizar los bailes por la tarde, a esa hora en la que era posible enviar a los padres a misa y a dar una vuelta por el Paseo para ver los escaparates


Había bailes caseros en los que las madres se quedaban para vigilar y si tenían que ausentarse dejaban en su puesto al hijo pequeño o a la abuela o alguna vecina de confianza para que velara por la decencia de aquella casa. Tardes de bailes inocentes a media luz, cuando las parejas se susurraban al oído las primeras promesas de amor mientras sonaba de fondo la voz de Adamo cantando “tombe la neige”. Y mientras la nieve caía en el tocadiscos el fuego se desataba entre los cuerpos, y al calor abrasante de los primeros roces se unía la voz de Raphael con su “Hablemos del amor”. Pero allí sobraban las palabras mientras se desataba la lucha: ellos tratando de acercarse un poco más; ellas manteniendo a raya al atrevido. En aquellas escaramuzas, el que conseguía un beso en los labios ya se podía ir contento a su casa, había triunfado de verdad. 


Los bailes caseros acababan temprano porque las chicas tenían que regresar antes de las diez, la hora en la que los padres establecían el toque de queda oficial. Unos se quedaban recogiendo y otros se encargaban de acompañar a las muchachas para que los padres vieran que no volvían solas y las volvieran a dejar al siguiente domingo. El último en marcharse era siempre el del tocadiscos, que tenía que comprobar que el aparato estaba en orden y que no le faltaba ningún disco.



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