Todo lo que nos ofrecía el puerto

Ibamos a jugar, al puerto íbamos a lo que saliera, sabiendo que no te defraudaba

El espigón del muelle de Levante en los años cincuenta. Los niños jugaban esquivando los montones de mineral cuando se pusieron de moda los patines.
El espigón del muelle de Levante en los años cincuenta. Los niños jugaban esquivando los montones de mineral cuando se pusieron de moda los patines.
Eduardo de Vicente
07:00 • 17 nov. 2020

El puerto no formaba parte de la ciudad; era la ciudad la que le pertenecía al puerto. El puerto era un territorio sagrado que no solo nos dio el pan en los años dorados del mineral y de la uva, sino que también nos fue esculpiendo una forma de mirar el mundo. 



Para los niños de antes, el puerto fue también el paradigma de la libertad absoluta, una salida cuando necesitábamos escaparnos, una solución cuando nos agobiaba un problema, un lugar que nunca nos defraudaba. Si al parque íbamos a jugar y a montarnos en los columpios, al puerto íbamos a lo que saliera, sin ningún plan, a dejarnos llevar por ese escenario tan diverso y tan rico que siempre nos tenía reservada alguna sorpresa.



 



Todo nuestro inventario de juegos que nos daban la vida en la calle, quedaban reducidos a la mínima expresión cuando pisábamos el puerto. No necesitábamos una pelota, ni una muñeca, ni un coche de juguete para entretenernos allí. Era el puerto el que nos imponía sus leyes y el que nos guiaba los pasos. Nos llamaba y nos seducía con ese perfume a salitre y a gasolina que se nos colaba hasta el corazón.



El puerto nos permitía salirnos de la rutina, de las miradas cercanas, de las normas, de las madres, del ruido, de la escuela, del porvenir, de las sotanas y de los confesionarios, del tiempo que allí se evaporaba como una bocanada de humo. 



No había un puerto único y homogéneo. El puerto tenía varios escenarios, con vidas distintas: no era lo mismo perderse por el espigón de Levante que caminar por el puerto pesquero. El espigón de Levante era una pasarela donde tenías la impresión de estar caminando sobre el mar, que nos iba invitando a penetrar hasta que llegábamos al balcón de las rocas, donde cerrábamos los ojos y rozábamos el faro con la yema de los dedos. Aquel rincón era el más solitario, la guarida de los pescadores y el refugio de las parejas de novios que se protegían de la humedad entre abrazos y besos. 



Al puerto íbamos a aprender a montar en bicicleta y a hacer las prácticas informales del carnet de conducir en aquellos domingos llenos de seíllas y novatos al volante. En los años cincuenta, cuando se pusieron de moda los patines entre los niños de la incipiente clase media, el puerto era el gran escenario del patinaje infantil, aprovechando sus grandes espacios libres o esquivando los montones de mineral que se agolpaban en el muelle antes de ser embarcados. En el puerto conducíamos con libertad los coches teledirigidos que causaron furor en los años sesenta y echábamos a volar sin reservas aquellas cometas de caña y papel que a veces terminaban naufragando junto a la proa de un barco.



En ocasiones íbamos al puerto con las manos vacías, solo a mirar. Mirábamos los barcos extranjeros con sus banderas multicolor y sus marineros que nos parecían de otro planeta, sobre todo los americanos, que eran tan altos como un mástil y tan exóticos como los veíamos en las películas. Fumaban tabaco rubio auténtico y encendían los cigarrillos con aquellos lujosos ‘zipo’ plateados que nos parecían divinos al lado de nuestros rudimentarios encendedores de yesca.


Al puerto también íbamos a nadar. Era la piscina de los pobres. Los que no tenían dinero para bañarse en la piscina sindical y tirarse desde sus trampolines reglamentarios, se conformaban con irse a la escalinata real y lanzarse de púa desde el muro de piedra, sin importarle el riesgo y la posibilidad de salir del agua con un barniz de aceite en el cuerpo. 


El puerto fue también un paraíso para las parejas de novios. Los domingos por la mañana, la explanada principal se llenaba de las parejas formales que con la ropa muy limpia y cogidos de la mano, mostraban su compromiso y su decencia. Por la tarde, cuando empezaba a oscurecer, el escenario cambiaba de protagonistas. Entonces aparecían los novios con las hormonas cargadas que iban buscando la oscuridad de los tinglados y la soledad de las rocas para darse el lote y cargarse de yodo.


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