La vuelta al colegio y los miedos

Siempre nos causaba respeto volver al colegio después de casi tres meses de vacaciones

Niños del colegio de la aneja  de la Carretera de Ronda en aquellas reuniones de clases que se hacían en los primeros días de curso.
Niños del colegio de la aneja de la Carretera de Ronda en aquellas reuniones de clases que se hacían en los primeros días de curso.
Eduardo de Vicente
07:00 • 01 sept. 2020

Esta vuelta al colegio será distinta a todas. La epidemia ha globalizado tanto el almanaque que todos los meses nos parecen iguales. Es como si estuviéramos acabando un verano fantasma, sacado de un mal sueño, y nos estuviéramos preparando para afrontar un mes de septiembre tan inseguro que ya no nos queda ni la certeza de la vuelta al colegio, una realidad que siempre era incuestionable. Podían caer chuzos de punta, podía salir el río, podía morirse el Papa de Roma o empezar la lenta agonía del Caudillo, que de la escuela no nos libraba nada ni nadie.



Cada septiembre volvíamos a sufrir aquel vacío que nos dejaba el regreso a las obligaciones. Siempre nos causaba respeto y un poco de temor volver después de tres meses de vacaciones, cuando muchos ni nos acordábamos donde habíamos dejado olvidada la cartera. 



El verano nos cambiaba tanto que el día que volvíamos al pupitre teníamos la sensación de estar debutando de nuevo, como aquella primera vez que de la mano de nuestras madres fuimos a la escuela. Un verano, en un niño, era un cúmulo de transformaciones, de pasos adelante que nos iban alejando de la infancia. Volvíamos del verano más altos, con la voz más ronca, pero con las mismas pocas ganas de empezar el colegio.



El primer día sentíamos la angustia de haber dejado atrás para siempre otro verano y cuando íbamos camino de la escuela todos los recuerdos vividos se nos aparecían para atormentarnos un poco más y acentuar esa sensación de soledad que nos dejaba el primer día de escuela. 



El primer día había que madrugar, lo que ya suponía una ruptura con ese verano de mañanas lentas y perezosas que acabábamos de dejar atrás. De nuevo la urgencia del desayuno, de aquellos vasos de leche con magdalenas que digeríamos con amargura mientras escuchábamos las voces de los locutores de la radio que nos despertaban con las primeras noticias. Nos presentábamos en el colegio con el alma metida en la garganta,esperando a encontrarnos con los viejos compañeros para que a fuerza de compartir nuestra angustia consiguiéramos espantarla. Siempre nos quedaba el consuelo de no ser principiantes, de no ir con una venda en los ojos como  iban los novatos, aquellos niños que no tenían con quién hablar y que nada más llegar a la clase se quedaban arrinconados con todos sus miedos a cuestas y también con los nuestros. Siempre nos quedaba el consuelo de que el primer día, por duro que nos pareciera, no tendríamos que llevar los deberes y no habría ningún maestro que nos sacara por sorpresa a la pizarra.



Nuestra certeza se quebró aquella mañana de septiembre que nada más recibirnos, el profesor nos hizo un examen general por escrito para comprobar con qué nivel nos presentábamos en el aula. Veníamos de la profundidad de un verano ocioso donde no habíamos abierto la cartera, y de pronto nos encontrábamos con una prueba para la que no estábamos preparados. Toda la amargura del primer día se derrumbaba sobre nuestras cabezas cuando tratábamos de contestar el cuestionario, y mientras intentábamos acertar el nombre del río que pasaba por Valencia o cuál era el pico más alto de la península, dos lágrimas nos asomaban por los ojos al recordar que dos días antes todavía estábamos saltando medio desnudos por la playa.



El primer día nos organizaban en el aula por orden alfabético, conocíamos a los maestros, escuchábamos el primer discurso del director, descubríamos a los nuevos alumnos que acababan de matricularse y nos daban una lista con los nombres de los libros y con los números de las libretas. Cuando al terminar por fin regresábamos a casa, sentíamos el alivio de haber salido intactos de aquella experiencia a la que nunca nos llegamos a acostumbrar por muchos septiembres que pasaran. Lo único bueno del primer día del colegio era que no nos impartían lecciones ni nos mandaban tarea para hacer en las casas.



Al colegio volvíamos en septiembre, y también en enero, después de las largas vacaciones de Navidad que tan cuesta arriba nos dejaban el comienzo del año. Como sucedía en septiembre, pasábamos de la euforia a la tristeza más absoluta en unas horas. La fiesta, la ilusión sin límites del día de Reyes se apagaba de pronto cuando se hacía de noche y nuestras madres nos preguntaban si habíamos hecho toda la tarea y si teníamos preparada la cartera. 


Nos mandaban a la escuela cuando todavía no habíamos podido digerir todas las emociones del seis de enero, un día de grandes contrastes y eternas paradojas. Era a la vez el día más largo del año porque antes de que amaneciera los niños ya estaban levantados, y el más corto porque le faltaban horas para poder encauzar tanta felicidad recién estrenada. Esa alegría desbordada, que te hacía un nudo en el estómago, se mezclaba con un sutil sentimiento de tristeza por la amenaza indiscutible de la vuelta al colegio. Siempre sufríamos al volver, ya fuera en Navidad o en el mes de septiembre.



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