El hombre de los chumbos bien pelados

Hace más de diez años que desaparecieron los vendedores ambulantes de chumbos

En agosto de 2007 todavía era posible encontrar en las calles de Almería a aquellos peladores de chumbos que se ganaban unas monedas.
En agosto de 2007 todavía era posible encontrar en las calles de Almería a aquellos peladores de chumbos que se ganaban unas monedas.
Eduardo de Vicente
22:42 • 17 ago. 2020 / actualizado a las 09:25 • 18 ago. 2020

Los niños en estado salvaje, sueltos como primates en medio de la calle, teníamos una coplilla que se la dedicábamos a un humilde guarda-jardines que ponía todo su empeño, sin el más mínimo éxito, en que no jugarámos entre las plantas y respetáramos las flores. Le cantábamos aquello de: “Abelardo, pélame un chumbo”, lo que suponía una ofensa para el pobre guardían, al que le quitábamos los pocos galones que tenía para reducirlo al escalafón de los peladores callejeros de chumbos.



El vendedor ambulante de chumbos era un mercader de temporada, que aparecía cuando empezaba a madurar el verano con una navaja en el bolsillo, una romana o una pesa rudimentaria en una mano y un cubo en la otra. Más que un comerciante, a los niños de entonces aquel hombre nos parecía un artista que se jugaba el tipo deslizando la faca con destreza entre los temidos pinchos del fruto. Tenía una habilidad especial para no pincharse y unas manos tan encallecidas que ya no sentían el dolor.



Los vendedores de chumbos no tenían ningún título que los acreditara ni necesitaban llevar en la cartera ningún permiso especial. Actuaban al margen de las leyes, aprovechando que los cerros que rodeaban la ciudad estaban cargados de frutos. Eran muy valorados los chumbos de la ladera de la Alcazaba, por tratarse de chumbos históricos que llevaban siglos naciendo a los pies de la muralla, como si formaran parte del propio monumento. Allí maduraban todos los veranos sin que ningún niño se atreviera a comérselos por el temor de clavarse un pincho. A veces, los niños la emprendían a pedradas con las pencas para ver quién hacía más destrozos en el menor tiempo posible. 






El hombre de los chumbos, que era más de uno y llegaba por todos los barrios, aprovechaba la indiferencia que causaba el fruto para hacer negocio durante varias semanas. Llenaba un par de cubos y se iba a venderlos a cualquier esquina, pregonando aquella cantinela que decía: “Al rico chumbo, niña, pelao y sin espinas”. Había que dejar bien claro lo de “pelao’ porque el éxito de la venta dependía de que no tuviera pinchos. 



Era todo un ritual ver como aquél experto en el complicado arte de pelar chumbos iba pasando el cuchillo con destreza para extraer el fruto sin que le rozara ninguna púa. Los niños lo mirábamos con atención y desasosiego, como si estuviéramos contemplando el número de un equilibrista caminando sobre el abismo de una cuerda. Parecía imposible que no se llegara a pinchar, y así era, porque siempre acababa herido, pero no le daba importancia porque tenía las manos tan duras que ni los temidos pinchos de los chumbos podían penetrarlas.



Al reclamo del mercader acudían siempre las mujeres, con un plato en la mano y una buena dosis de paciencia para esperar a que el hombre les quitara la cáscara. Los chumbos eran un fruto exquisito, aunque según nos decían nuestras madres, había que comerlos con moderación ya que producían estreñimiento. 



La figura del pelador de chumbos desapareció hace una década, cuando las pencas enfermaron y se terminó el negocio. Un día descubrimos que las chumberas de la Alcazaba tenían un color blanco enfermizo y que la cochinilla las había invadido hasta agotarlas. Los expertos dijeron que el mal no tenía solución. Ahora, se han vuelto a ver por la Plaza cargamentos de chumbos, pero tienen un aspecto diferente, no son aquellos chumbos amarillentos que pregonaban los mercaderes de nuestra infancia.


Temas relacionados

para ti

en destaque