Las pencas y los chumbos de Almería

Eduardo de Vicente
07:00 • 22 jun. 2020

Hace unos años que desaparecieron de nuestros paisajes urbanos y de nuestros campos las populares chumberas. Una plaga se las llevó por delante y hoy solo habitan en el recuerdo de aquellos que crecimos pinchándonos con sus espinas. Empezaron a llenarse de manchas blancas y entonces nos dijeron que una enfermedad las había invadido y que después de siglos formando parte de nuestros escenarios, se veían abocadas a la desaparición.



Aquí en Almería les llamábamos pencas y formaban parte de nuestro inventario infantil porque estaban por todas partes. Las pencas eran mayoría en la ladera de la Alcazaba, en los cerros de la Molineta, en las cuestas del barrio de la Chanca, en las veredas del cerrillo de las Cruces, y en cualquier descampado y en cualquier rambla de la provincia. Por muy castigada que estuviera la tierra, por mucho que apretara la pertinaz sequía, siempre había un hueco para las chumberas que cada año, cuando llegaba el verano, nos regalaba el placer de sus frutos.



Cuando en verano íbamos de excursión en coche y nos parábamos en la boca de entrada al puente de Rioja, allí también nos encontrábamos con aquellas plantas tan familiares, mirando desde su atalaya la grandeza del cauce del río.



Almería era una tierra de pencas y de su fruto, el humilde chumbo, que nos refrescaba las mesas cuando llegaba el verano. Mi madre siempre nos contaba que en el último verano de la guerra, cuando escaseaban las provisiones y los mercados empezaban a quedarse vacíos, los chumbos quitaron mucha hambre en los barrios más humildes y daban trabajo a los mercaderes que iban vendiéndolos.



En las ferias de la posguerra, en aquellas ferias pobres donde en las tómbolas se rifaban los pollos vivos, los vendedores de chumbos ocupaban  las principales esquinas de las calles que desembocaban en el Paseo y eran el fruto oficial de aquellas tardes de fiesta. 



Por mi calle pasaba el hombre de los chumbos con sus cubos repletos. Iba de casa en casa y se paraba en la puerta pregonando su mercancía. Las mujeres salían con un plato en la mano para que el vendedor ambulante se lo llenara a fuerza de paciencia. Era todo un ritual ver como aquél experto en el complicado arte de pelar chumbos iba pasando el cuchillo con destreza para extraer el fruto sin que le rozara ninguna púa. Los niños lo mirábamos con atención y desasosiego, como si estuviéramos contemplando el número de un equilibrista caminando sobre el abismo de una cuerda. Parecía imposible que no se llegara a pinchar, y así era, porque siempre acababa herido, pero no le daba importancia porque tenía las manos tan duras que ni los temidos pinchos de los chumbos podían penetrarlas.



Las pencas también formaban parte de nuestros juegos infantiles. En la hoja carnosa de una penca grabamos un día nuestro primer corazón y el nombre de la niña que nos gustaba. Cada vez que volvíamos a pasar por ese lugar buscábamos aquella cuartilla improvisada para ver si seguía impreso el nombre de ella aunque ya no fuera nuestra novia. En la hoja de una penca jugábamos a clavar un cuchillo como si fuera una diana en aquellas tardes de primavera en que dejábamos de ir al colegio y nos escapábamos a la soledad de la Molineta, donde tantos niños encontramos el lugar perfecto para huir de la vigilancia de nuestras madres. 



Las pencas eran una parte más de nuestro escenarios cotidianos, tan vinculados a esta tierra que llegaron a ser portada de los carteles de Feria de 1927, 1968 y 1997. Hasta don Manuel Fraga Iribarne, siendo ministro de Información y Turismo, se quedó entusiasmado con las pencas de la Alcazaba que parecían tan antiguas, tan ligadas a aquel escenario como sus propias piedras.

Las pencas parecían invencibles. Crecían casi de forma espontánea, en lugares insospechados: entre piedras, pegadas a la cal de una tapia, aprovechando hasta la última gota de agua que hubiera caído en la última primavera. Hace unos años descubrimos que las chumberas de la Alcazaba tenían un color blanco enfermizo y que la cochinilla las había invadido hasta agotarlas. Los expertos dijeron que el mal no tenía solución. Fue el final de una larga historia de cuatro siglos, desde que esta planta autóctona de México llegó para quedarse. 



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