Las juergas en el viejo café cantante

Eduardo de Vicente
07:00 • 13 abr. 2020

Era un local que de día no pasaba de ser un inocente café donde acudían los asentadores de la alhóndiga a la hora del desayauno, y que de noche, cuando se encendían las luces de gas y se levantaba el telón, se convertía en un antro de moral dudosa donde cupletistas y bailarinas ligeras de ropa actuaban ante un público exclusivamente masculino. Por cuestiones de pudor, allí nunca entraron las mujeres, salvo las artistas. 



Tenía un nombre sugerente, Café Lyon D’Or, y estaba situado en el Paseo, donde tenía la entrada principal, con dos puertas laterales y once ventanas que daban a la calle Aguilar de Campóo, el callejón de entrada al Mercado Central, un hervidero de vida, de vendedores ambulantes que voceaban su mercancía y de ciegos que cantaban y vendían romances de las guerras de Cuba y de Melilla.



De lo que fue su historia no han quedado documentos, sólo algunos testimonios de los que conocieron aquel rincón donde el arte, la bohemia y el ambiente golfo formaron un combinado explosivo que fue muy criticado por los sectores más puritanos de la sociedad almeriense. 



En 1910, un grupo de mujeres  formado por las señoritas Rovira, Roda y Toll, acompañadas de las señoras Aurora y Francisca Pérez Córdero, pidieron entrevistarse con el alcalde, señor Moreno Gallego, para hacerle llegar el enfado de muchas familias de la burguesía almeriense, por el mal ejemplo que para la juventud suponían aquellas sesiones nocturnas del Lyon D’Or, donde salían a escena muchachas de amplios escotes  mostrando las piernas. Las moralistas le pidieron al alcalde que exigiera al dueño del local que al menos tapara las ventanas sin dejar resquicio alguno para evitar que los jóvenes pudieran amontonarse en los escaparates para ver desde la calle tan indecorosos espectáculos. Allí se ofrecían actuaciones con el toque picante que se llevaba en la época y allí se dio a conocer al público almeriense, el ventrílocuo argentino Frigoli, el de las mil voces que cantaba tangos sin mover la boca. Allí triunfaban, siempre que venían para la Feria, las Hermanas Gazpacheras, que cantaban guajiras y rumbas embutidas en estrechos vestidos que acentuaban sus fornidas figuras. 



El Lyon D’Or nació hacia 1909 en lo que había sido hasta entonces el Café Universal, y estuvo abierto hasta los primeros años veinte. El nombre, en un idioma tan sugerente como el francés, se lo puso su propietario, el empresario Rafael Usero Calatrava. Su intención fue que el Café se convirtiera en un local de referencia en la noche almeriense, destinado sobre todo a un público muy particular. 



Rafael Usero  era un tipo peculiar que se pasaba las noches haciéndoles señales con los dedos a los camareros para que todo estuviera bajo control. De mediana estatura, metido en kilos y frondoso bigote negro,  siempre estaba en una esquina detrás de la barra, procurando que nada se saliera del guión, mirando continuamente el viejo reloj con cadena de oro que guardaba en el pecho para que los horarios establecidos se cumplieran a rajatabla. Los días que llegaban barcos extranjeros reforzaba la plantilla y vestía a los camareros con el uniforme de gala: pantalón negro, camisa blanca rizada con chaleco de seda adornado con alamares y botones dorados que siempre tenían que estar relucientes. 



El Lyon D’Or tenía un amplio salón separado en dos naves por seis columnas de hierro pintadas de púrpura y oro. La sala estaba cubierta de mesas de mármol y divanes tapizados de terciopelo verde. Al fondo aparecía el escenario, pequeño, pero sugerente, con sus cortinas de raso de color perla que servían de telón. Pero lo más característico del recinto eran, sin duda, los veinte espejos de estilo veneciano que adornaban la sala, sujetos a la pared con pequeños clavos de plata. Tallados a mano en París, medían cerca de dos metros de alto y metro y medio de ancho. Cuando empezaba el espectáculo y las luces de gas se iban apagando, los espejos multiplicaban las sombras, creando una atmósfera cómplice y romántica.



Cuando el Lyon D’Or cerró, los espejos se perdieron. Con el tiempo se supo que algunos fueron a parar a los Casinos de Alhama y de Berja, y otros acabaron en manos privadas. El dueño de la Jamonería Andaluza, en la Puerta de Purchena, tenía uno de aquellos espejos, y otro fue al salón de la peluquería La Marina, en la calle Real.


Entre la clientela del Café había algunos artistas de renombre en la sociedad almeriense. Era asiduo cliente el poeta José Burgos Tamarit, que tenía su sitio reservado, siempre en un rincón discreto donde podía ver sin ser visto. También  frecuentaba el establecimiento el pintor Carlos López Redondo, el que fuera director de la Escuela de Artes, que se sintió tan cautivado por el ambiente del lugar que lo inmortalizó en un acuarela que recoge una escena entre un cliente y una bailarina.  El cuadro definía perfectamente el ambiente y el lenguaje del Lyon D’Or: un hombre de mediana edad vestido con traje oscuro y bastón, flirtea en un reservado con una bailarina que se abanicaba después de la actuación. 


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