La calle de la Dicha: la vida que se fue

Una de las antiguas vecinas, ya fallecida, de la calle de la Dicha y su entorno. Se llamaba Sacramento Amador.
Una de las antiguas vecinas, ya fallecida, de la calle de la Dicha y su entorno. Se llamaba Sacramento Amador.
Eduardo de Vicente
22:25 • 24 feb. 2020 / actualizado a las 07:00 • 25 feb. 2020

La calle de la Dicha sobrevivió durante décadas a la mala reputación del barrio de Las Perchas. Estaban tan cerca que se confundían y los clientes que atravesaban aquel laberinto en busca de un rato de fiesta a veces cogían el camino equivocado y acaban tocando en una puerta decente. 



La calle de la Dicha tenía toda esa vida de barrio que entonces llenaba los callejones que al norte de la Plaza Vieja iban a desembocar bajo el torreón sur de la Alcazaba. Había niños a todas horas rondando por los trancos; ropa tendida en los terrados; mujeres refrescando la calle con cubos de agua y ancianos que iban cambiando la silla siguiendo los rayos del sol. En las noches de verano, la calle se convertía en una tertulia cuando los vecinos salían a cenar a las puertas, teniendo como telón de fondo el sonido de la película que esa noche proyectaban en la terraza Moderno. Había quien sacaba la silla a la calle para oir la película y coger antes el sueño. 



De lo que fue ya solo queda el recuerdo de aquellos que la habitaron. Hoy solo viven dos familias en la calle y apenas quedan cinco casas en pie, que aguantan antes de que el proyecto de reforma municipal convierta todo el entorno en un lugar de paseo.



La historia de la calle de la Dicha está ligada a dos lugares que en otros tiempos fueron zonas características de Almería: la alhóndiga vieja y el barrio de Las Perchas. Antes de que a finales del siglo XIX construyeran el nuevo Mercado Central, esta zona se transformaba todas las mañanas en un zoco con tenderetes donde se ponían a la venta las mejores verduras que llegaban de la Vega.  La calle de la Dicha fue durante mucho tiempo una prolongación del mercado durante la mañana y al atardecer, un cruce de caminos en ese laberinto de callejones que desembocaban en el barrio de las prostitutas



A comienzos del siglo XX, la población de esta calle rozaba las ciento veinte personas, ocupando una franja de terreno de unos sesenta metros de longitud. Subiendo desde la calle Hércules, había un patio vecinal que ahondaba hasta casi el límite del cerro, donde vivían entre veinte y treinta personas. Era conocido popularmente como ‘el patio de los panaderos’, porque nunca hubo un rincón tan pequeño donde se juntaran tantos del mismo oficio. En 1910, de las siete familias que ocupaban las viviendas del patio, en cuatro de ellas se ejercía la profesión de panadero. Francisco López Bonilla, Miguel Martín Salmerón, Mariano Martín García y su hijo Rafael, y Bernardo Jurado Huertas, fueron los últimos panaderos de este recoveco a los pies del torreón de levante de La Alcazaba.



En los años de la Guerra Civil varias casas de la calle Hércules y de la calle la Dicha se cerraron debido al éxodo de sus moradores hacia distintos pueblos de la provincia en busca de mayor seguridad. En febrero de 1937, cuando miles de malagueños llegaron a Almería huyendo de los bombardeos y del ejército de Franco, todas las casas de esta zona que habían quedado ‘abandonadas’, fueron ocupadas  ilegalmente por familias enteras que habían llegado de Málaga. 



Algunas de las familias que habían dejado sus viviendas, regresaron después de la guerra, pero el lugar experimentó un importante cambio poblacional debido al flujo migratorio del campo a la ciudad que multiplicó el número de habitantes en todos los barrios de Almería. 



La calle de la Dicha dobló su censo en apenas cinco años. De las ciento dieciocho personas que la habitaban en 1935, se pasó a doscientas ocho en 1940. Eran los tiempos de los realquilados, por lo que en una misma casa vivían dos o tres familias compartiendo la cocina, el cuarto de baño y el terrado para tender.


Hasta 1960 la calle de la Dicha estuvo llena de vida, de gente humilde que se pasó media existencia recordándole a la ciudad que aquel callejón con aire de adarve musulmán no era un lugar de prostitutas, que las casas de lenocinio empezaban al subir la escalera cinco metros más arriba. Con el tiempo se fueron acostumbrado al continuo ir y venir de clientes que pasaban por allí en busca de una aventura fugaz. 


Hoy, apenas pasa un alma por la zona porque la calle, como toda la manzana que se extiende a espaldas del ayuntamiento, se ha convertido en un paisaje donde  ya no quedan lugares para vivir.



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